Teníamos asumido que el tiempo es relativo y no éramos conscientes de que pudiera detenerse, congelarse en una foto fija para acecharnos como una fiera ávida. Nos acechan peligros que tratamos de ignorar. Quien haga caso a Donald Trump e ingiera detergente o desinfectante arrostra un riesgo por majadero. Tomar su necia sugerencia a cachondeo es una osadía: puede cundir el ejemplo. ¡Y ojo que vuelve Boris Johnson! ¿Quién nos garantiza que el malandrín Quim Torra no recomendará una pócima de ratafía y clorito Forcadas? ¿Recuerdan a Teresa Forcadas?, la monja benedictina indepe, azote de vacunas y farmacéuticas. Mantengamos la esperanza de olvidar el independentismo y se hagan benedictinos todos sus acólitos, sujetos a la norma monástica de “ora et labora”.
Quietos en el cautiverio, se nos escapó Sant Jordi, la rosa y el libro, o la entrega del Premio Cervantes de las Letras a Joan Margarit. En 2007, lo recogía el poeta argentino Juan Gelman, galardonado el año anterior, haciendo un alegato en defensa de la memoria, la necesidad de avivarla y hurgar en ella como “único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro”. El problema es aventurar como será el futuro: habrá que inventarlo. Desgraciadamente, temo que se parecerá demasiado al pasado, si no es peor.
Es época de remover el pasado reciente para no caer en el olvido. Esta crisis sanitaria será imborrable y hará que, las preguntas sobre lo que ocurre, sean más incisivas a medida que pase el tiempo. La imprevisibilidad de la crisis explica muchas cosas: ausencia de test y mascarillas no es un problema exclusivo de España. Pero un Gobierno se legitima ante los ciudadanos en la medida que tiene capacidad de mejorar el bienestar general en el ejercicio de sus obligaciones. Mientras eso no se produce, la desconfianza es un generador de discrepancias e incertidumbres.
¡Y llevamos una temporadita…! Ahora una cosa, después la contraria; se anuncia algo y tarda una semana en concretarse; se autoriza salir a seis millones y medio de niños, tras un monumental galimatías; ahora hasta los catorce, luego hasta los trece; se dijo que seguidamente lo harían los mayores “con prudencia”, sin precisar quiénes son “mayores”; se avisa que saldrán ciclistas y runners para hacer deporte o personas que cohabiten, sin concretar nada; al final paseará todo quisque, hasta quienes teletrabajan.
La expectación se centra en palabros sobrevenidos: “desescalada” y “desconfinamiento”, cuya materialización deseamos ver cercana sin saber cómo ni cuándo será. Cuestión de fe, como la existencia de Dios: no podemos probarla ni refutarla. Lo malo es que, cuando anhelos y afectos invaden el espacio público, se devalúa el interés de los hechos. Qué vamos a hacer: el Gobierno parece un colegio con ministros oyentes o mediopensionistas y, algunos, ausentes. De la oposición, mejor no hablar.
Con el asunto de los niños, Pablo Iglesias, en calidad de vicepresidente mediopensionista, se apresuró cual poseso a apuntar en su haber el cambio de criterio, como si hubiese hecho novillos de la reunión del consejo de Ministros. Si hubiera consultado a psicopedagogos quizá podría haber añadido la importancia que tiene trepar a los árboles para el desarrollo psicomotriz de los críos. ¿Cómo es posible tanto despropósito? Pues sí, lo es: el mismo personaje compareció con el titular de Sanidad para explicar, con tono remilgado, melifluo y artificioso, cómo saldrían los chiquillos, refiriéndose al ministro Illa como “Salvador”, de colegui, con absoluta ausencia de institucionalidad. Mantener ciertas formas, corrección y nivel de protocolo ayudan a visualizar y fortalecer el valor de las instituciones. Pero ¿qué más da? si se vive en Galapagar, capital de España.
Como no teníamos bastante, el sábado apareció en La Vanguardia el ínclito y patético ministro de Universidades, Manuel Castells, ¡como columnista! hablando de redes y digitalización de la sociedad. Ni palabra sobre asuntos de su competencia, por poca que sea. ¿Alguien sabe cómo resolverá este capitidisminuido curso universitario? ¿Y la Selectividad? ¿Cuándo y cómo empezará el nuevo curso? ¿Con cuántos estudiantes por aula? Bien es cierto que lo mismo puede decirse de los escolares. Las empresas se esfuerzan en planificar la vuelta a la normalidad y la Administración es un “ya veremos”.
Tenemos tantas dudas sobre la “nueva normalidad” que parece imposible cualquier consenso sobre su contenido. La sandez no tiene fronteras. Lo mismo aparece la consejera de Presidencia de la Generalitat, Meritxel Budó, afirmando que “una Catalunya independiente tendría menos muertos”, que sale la teniente de alcalde de Barcelona, Janet Sanz, proponiendo evitar reactivar la industria del automóvil, sin que los sindicatos digan ni mu, cuando su influencia casi exclusiva está en las grandes empresas. Sigamos: cuando se habla de pactos, socialistas y podemitas registran en el Congreso una Comisión de “reconstrucción”, mientras el PP la propone de “recuperación”. De fábula de Samaniego: ¿galgos o podencos? Son incapaces de ponerse de acuerdo ni en el nombre, mientras juegan con los sentimientos de los electores en función de su interés cortoplacista.
Desempleo, tensión social, desaceleración, pérdida de poder adquisitivo, desigualdad, endeudamiento, cierres, tensiones financieras, crisis demográfica… son expresiones ya de uso común que tendrán efecto sobre la salud porque se vivirán con estrés, ansiedad, depresión, vergüenza y culpa. Reconocido el esfuerzo, la crisis sanitaria por sí sola no será quien alumbre un nuevo mundo, sino la reacción de la sociedad ante la misma. Hemos caído en un abrupto barranco que nada tiene que ver con el deterioro progresivo de crisis anteriores. A los más vulnerables, les afectará más la crisis económica que la pandemia. En la crisis de 2010, llegamos a un paro juvenil del 55%. A aquellos jóvenes que ahora tienen diez años más les legamos otra crisis descomunal: habremos sacrificado una generación.