En los dos últimos meses, una de las frases más utilizadas por los políticos es “estamos en guerra”. Esta vez no es entre nosotros o frente a otro país, sino contra un coronavirus. La economía ha dejado de ser una prioridad y ha quedado supeditada a la salud.
A diferencia de lo que sucede en las contiendas bélicas, las bombas no destruirán infraestructura o fábrica alguna. En cambio, tal y como sucede en ellas, la Administración deberá hacer frente a numerosos gastos extraordinarios y la producción sufrirá una gran contracción, debido a la suspensión de la actividad de numerosas empresas.
Por tanto, mientras dure la batalla contra el Covid-19, los países más afectados padecerán una economía de guerra. No obstante, ésta tendrá un carácter light, debido a una duración más corta que casi todas las convencionales y al menor perjuicio monetario sufrido por familias y empresas. Un ejemplo de ello lo ofrece España. En 1936, el PIB cayó un 26,8%; en cambio, según el FMI, en el actual año “solo” lo hará un 8%.
Los dispendios suplementarios irán destinados a satisfacer la mayor demanda de servicios sanitarios, el sostenimiento de un nivel de vida mínimo de la población y del tejido empresarial del sector privado. Por un lado, pretenderán reducir la letalidad del coronavirus y, por el otro, mantener las constantes vitales de la economía del país.
En el actual ejercicio, la reducción de la producción provocará una disminución de los ingresos de la Administración y, junto con el aumento de los gastos, generará un elevado déficit público. Es lo que siempre ha ocurrido en cualquier guerra convencional. No obstante, dado su carácter light, el desequilibrio será sustancialmente inferior al observado en aquellas.
Entre 1942 y 1945, el déficit público promedio de EE.UU se situó en el 20,1%. En cambio, en 2020 alcanzará el 15,4%. Un nivel también muy elevado, aunque no constituirá una excepción a la regla. Así, por ejemplo, en el presente año, el de la economía mundial, las naciones del G-7 y la zona euro llegará al 9,9%, 12% y 7,5%, respectivamente.
La actual expansión fiscal no generará un gran aumento de la inflación en los países desarrollados, un fenómeno habitual en las naciones afectadas por una guerra convencional. A pesar de la paralización de una parte de las fábricas, la corta duración de la contienda contra el Covid-19 impedirá que exista una insuficiente oferta de alimentos, escaseen las importaciones o las materias primas. El racionamiento será innecesario.
Por el contrario, una elevada caída del precio de los productos básicos y la disminución de la demanda de bienes, derivada de la pérdida de numerosos empleos y la reducción de los salarios en el sector privado, provocará la aparición de deflación.
Esta última permitirá a la política monetaria ser aún más expansiva de lo que era hasta el momento. En los países con una divisa prestigiosa, como EE.UU y Reino Unido, sus bancos centrales inicialmente suministrarán a la Administración una financiación casi ilimitada, mediante las compras directas de deuda, y mantendrán a un nivel muy bajo su tipo de interés.
Una vez ganada la batalla al coronavirus, la economía volverá al primer plano. No habrá que reconstruir ninguna infraestructura, pero si será necesario ayudar a recuperarse al sector privado, al quedar éste muy afectado por las negativas repercusiones que la suspensión de numerosas actividades tendrá sobre el empleo, los salarios y los beneficios empresariales.
En la segunda etapa, las medidas adoptadas serán muy similares a las anteriores: política monetaria y fiscal expansiva. La primera quedará limitada por cualquier posible repunte de la inflación y la segunda hará que la mayoría de países siga teniendo un elevado déficit público en 2021, aunque menor que en el presente ejercicio.
Una consecuencia de esta última será un ratio deuda pública/ PIB de algunas naciones análogo al observado en el año siguiente al de la finalización de un conflicto bélico. Así, por ejemplo, en 1946 EE.UU alcanzó el 119% y en 2021 se situará en el 131,9%.
Un importe relativo de los más elevados del mundo, pero inferior al de Japón (247,6%) y no mucho mayor que el de Francia (116,4%), España (114,6%) o Reino Unido (95,8%). En 2021, la mayoría de los países avanzados tendrán un nivel de deuda pública cercano o superior a su PIB, pues la medida del G-20 se situará en el 131,3%
La única manera que dicha deuda no estrangule el futuro crecimiento económico consiste en su adquisición por parte del respectivo banco central, siempre que la tasa de inflación del país lo permita. Si así sucede, los intereses generados supondrán un coste para el Tesoro equivalente a los ingresos extras obtenidos por dicho banco. Por tanto, un efecto neutro. A pesar de ello, la solución adoptada será peor que la destrucción de la deuda.
En definitiva, la coyuntura actual es equivalente a una economía de guerra light. La batalla económica consta de dos etapas: repliegue y recuperación. En ambas es imprescindible una elevada aportación de dinero público y un gran incremento de los créditos bancarios.
No existen soluciones alternativas a las anteriores medidas. Las recomendadas tradicionalmente por los economistas neoliberales, talas como la reducción del gasto público o de los impuestos, agudizarían la recesión generada por el Covid-19. Por dicho motivo, ningún país las ha adoptado.
La política económica efectuada tiene un inconveniente: un gran aumento de la deuda pública. Al no existir una significativa tasa de inflación, aquélla la puede comprar el banco central para después quemarla. Si así lo hiciera, desaparecería el problema.
Sin embargo, dudo mucho que así suceda en la zona euro, pues no creo que haya el suficiente consenso para realizar una reforma legislativa que permita la desaparición de la deuda adquirida por el BCE durante la actual crisis. Una medida que favorecería a todos los países del área y no perjudicaría a ninguno otro. No obstante, en ella no sería la primera vez que la ideología derrota al pragmatismo por 5 a 0.