La realidad imita al arte. Básicamente porque las creaciones dignas de tal nombre, incluso cuando fabulan, nacen del asidero de lo cierto, pero visto desde una perspectiva particular que asciende hacia lo universal y termina cristalizando en un concepto. Gracias a esta sublimación de lo concreto, la literatura advierte de los peligros que se camuflan bajo el flujo de la actualidad. Hace unos días el CIS hizo público un sondeo inverosímil en el que, entre otras cosas, afirmaba que una mayoría de la población –el 66%– consideraba necesario, dado el océano de bulos que habita en las redes sociales, limitar la libertad de información sobre el coronavirus a fuentes oficiales. El sábado, Pablo Iglesias declaraba: “Que la ultraderecha política y mediática es una amenaza frente a la democracia, lo público y lo común es una evidencia. Todos los demócratas debemos trabajar para que el horror y los monstruos que conocimos en el siglo XX no vuelvan”. Ayer mismo, el jefe de la Guardia Civil admitía estar trabajando para contrarrestar las críticas al Gobierno en las redes.
¿Casualidad? En absoluto. En política no existen. La actitud que hace unas semanas, al comienzo de la crisis múltiple del COVID-19, mostró el Gobierno PSOE-UP en relación a su responsabilidad en esta pandemia que se ha cobrado más de 20.000 muertos, verbalizada por el ministro Grande Marlaska en una entrevista donde sostenía que el Gobierno “no tiene ningún motivo para arrepentirse de nada”, ha acabado adquiriendo la consistencia de un dogma en el seno del Ejecutivo. “Nadie es culpable. Somos extraordinarios”. Algunos ponen en duda la cohesión entre los socialistas y Podemos, pero lo cierto es que ambos están de acuerdo en aplicar una censura bondadosa contra quienes se atrevan a cuestionar su relato de la crisis. Algo que han hecho a lo largo de la historia los grandes inquisidores, que se absolvían a sí mismos mientras condenaban a los demás a la hoguera por haber cometido una herejía. En nombre de Dios, obviamente.
La Policía escruta las redes sociales en busca de lo que el Gobierno llama “atentados contra la democracia y ataques contra la salud pública”, en palabras de Marlaska. Interior controla nuestros movimientos mediante la geolocalización móvil. Súmese al cuadro la política de propaganda del Ejecutivo, que lleva toda la crisis filtrando las preguntas de los periodistas y hasta enmendando (cuando se salían del argumentario) a los responsables de las Fuerzas de Seguridad. No han sido capaces de conseguir tests ni darle mascarillas ni a los médicos y enfermeros, pero éstos son detalles menores. Debemos saludar su intención, aunque el saldo de su trabajo sean muertes e ineficacia.
No es ningún secreto que el Poder –cualquiera– aspira a domesticar a la prensa y acostumbra a comprar voluntades mediáticas mediante la publicidad institucional. Algunos editores de prensa han hecho de esta práctica su modelo de negocio. Bastantes periodistas (que ya no lo son, aunque aún se presenten como tales) hacen carrera en las faldas del poder vendiendo sus mensajes. No nos vamos a asustar a estas alturas. En treinta años de ejercicio profesional hemos visto –y continuamos viendo– de todo. Hasta maravillas, como que se hagan pasar por defensores de la libertad y militantes anti-bulos portavoces de gobiernos políticos cuyo trabajo era –y es– servir las mentiras que sean convenientes en bandejas de plata.
La cuestión, sin embargo, trasciende las miserias particulares para proyectarse en el ámbito social. Lo que pretende el Gobierno es terminar de convertir la partitocracia española –una democracia formal llena de excepciones que desmienten su nombre– en el Gran Hermano de Orwell. O en el Gran Inquisidor de Dostoievski. Un poder capaz de controlar nuestros pensamientos y discriminar –según sus pautas– quiénes podemos ser considerados amigos y quiénes seremos declarados enemigos del pueblo, como en la pieza teatral de Ibsen.
Por supuesto, como sucede en estos referentes literarios, que auguraron hace mucho tiempo nuestro presente –la actualidad no es más que una variante del pretérito histórico–, estos salvadores actúan por nuestro bien. Y con un protocolo similar: erigirse jueces supremos de la Verdad (escrita así, con mayúscula). El Gran Inquisidor de Dostoievski –incluido en Los hermanos Karamázov– lo hace en nombre de la ortodoxia católica, tan dada a los autos de fe y madre ejemplar de los juicios sumarísimos, depositaria de la libertad de los hombres que, al no saber ejercerla, debe ser administrada. El bien del alma colectiva exige reprimir a quien usa la suya para desviarse del camino.
Otro tanto ocurre en la obra de Ibsen, donde un médico honorable –el doctor Stockmann– defiende la verdad frente a los intereses económicos de sus conciudadanos, que prefieren que la gente se muera a quedarse sin el principal negocio del pueblo. Nada, por otra parte, que no ocurra con el COVID-19. Igual que ahora, a quien describe los hechos se le llama traidor. El interés popular, igual que la pureza de la fe, es invocado como justificación de la censura y el hostigamiento social. Sobre esta misma idea, Orwell construyó 1984, una novela donde un Estado totalitario –el Gran Hermano– rastrea cualquier pensamiento crítico de sus ciudadanos, que son vigilados permanentemente, no pueden tener relaciones sociales –los semejantes pueden ser espías o delatores– y su lavado del cerebro se impone por motivos de interés público. La sociedad se convierte así en una gigantesca secta.
En la distopía de Orwell, un Ministerio de la Verdad vela para que se respeten las consignas del Partido: “La guerra es paz”, “La libertad es esclavitud”, “La ignorancia es la fuerza”. Se entiende así que el lenguaje bélico sea la retórica del Gobierno para referirse al coronavirus. O que a la prohibición de salir de casa y trabajar se sume la de pensar; cualquier día Moncloa emitirá un decreto al respecto. Y que, animados por la facilidad con la que hemos entregado nuestra libertad, algunos pretendan asesinar el pensamiento crítico. Por nuestro bien, por supuesto. Al fin y al cabo, nadie es más feliz que un muerto (en vida). Ni siente, ni padece. Ni siquiera respira. Cuídense de los santos. No existen.