“…se abrirán las grandes avenidas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor...”. Son parte de las últimas palabras de Salvador Allende al pueblo chileno, tras el golpe de estado del general Pinochet, poco antes de morir. La frase, recuerdo de la dictadura que sepultó Chile diecisiete años, tiene hoy doble valor: la libertad de movimiento que añoramos, con todo cuanto conlleva, y la esperanza de que, cuando eso llegue, se den los primeros pasos para encaminarnos hacia un mundo distinto. Ahora, solo queda el encierro cenobita en la impotencia, mientras nos cala hasta el tuétano una sórdida indignación ante tanto desvarío político, navegando entre las dos Españas machadianas, sin saber a qué orilla es mejor mirar. De penitentes hemos pasado a sentirnos conducidos involuntariamente como galeotes navegando, cual Odiseo sin la protección de Atenea, entre Escila y Caribdis, la pandemia y la recesión económica, acechados por monstruos a babor y estribor, a izquierda y derecha.
Entre tanta desolación, es difícil encontrar atisbos de optimismo. El pleno del Congreso del pasado miércoles, expresión inequívoca de un ambiente político irrespirable por repugnante, hace temer la imposibilidad de establecer acuerdos que permitan encontrar una salida común. Entre la pandemia y la devastación económica que nos acecha, entre el miedo a perder la salud o la vida y el desasosiego de un futuro ruinoso, la hipótesis de una reedición de los Pactos de la Moncloa, parece una ilusión evanescente. Decía Séneca que “no hay viento favorable para quien no sabe a qué puerto arribar”. Y ante el espectáculo del Parlamento hecho unos zorros, la impresión es que hubiese más preocupación por el cálculo electoral futuro que por poner orden desde el presente.
Unos Pactos de La Moncloa serían un gran respirador social, ante el coste que presagia la situación actual. Pero ninguno de los principales protagonistas actuales vivió aquel acuerdo: cuestión de edad. Lo malo es que tampoco parecen tener interés por enterarse. Sabrían al menos que aquel acuerdo de octubre de 1977 se suscribió “para restablecer en un periodo de dos años los equilibrios fundamentales de la economía española”. Es decir, un compromiso colectivo acotado en el tiempo –dos años-- y pormenorizado en su contenido, con un documento económico y otro político.
Lo más importante de unos pactos así, más que lo que se prevé realizar, es lo que no se podrá hacer durante su tiempo de vigencia, al estar todo previsto en el acuerdo. Es decir, la imposibilidad de implementar nada que no hubiese sido convenido antes. Y esta es la mejor garantía de estabilidad de cara al futuro. El día después de este gran sideral solo puede concebirse pensando en la función de piedra angular que representa la seguridad jurídica que hay tendencia a pasarse por la entrepierna, por decirlo eufemísticamente.
Esta semana se prevé un primer encuentro para debatir la posibilidad de unos pactos que deberían estar abiertos a todos, incluso con mesas paralelas para coordinar la actuación de cada una de ellas en sus ámbitos respectivos. Hace unos días, Miquel Roca, firmante de aquellos pactos que sentaron las bases de la transición, ante su eventual reedición, declaraba a El País que “viables, seguro que lo son; necesarios y convenientes, también. Posibles, ya no lo sé. Dependerá de la voluntad de los protagonistas”.
Una duda que abruma. Pactar implica cesión, lealtad y generosidad, valores que no cotizan al alza, ni en la orilla de Caribdis ni en la de Escila, poblado cada litoral de pequeños monstruos que acechan a su vez a los mayores. Si hubiesen querido, quienes tienen en sus manos el destino del país habrían escuchado y aprendido al menos que los pactos debilitan sobre todo a los extremos. Quizá el único consciente de ello sea Pablo Iglesias, convencido de que la historia avanza a empujón de pandemias, olvidando que las catástrofes solo traen calamidades y soñando, en su delirio nacionalizador, que el peso del sector público de la economía pase del 43% actual al infinito. Peliaguda papeleta para el Presidente del Gobierno: hacer tragar a sus socios de dentro y fuera del gobierno las cesiones que tenga que hacer.
No será fácil, si llega a ser viable, reeditar unos Pactos de la Moncloa. Impera la inquina y la desconfianza. Pedro Sánchez hará lo que sea para seguir presidiendo el Gobierno; presiones no le faltarán para que busque algo más que una gran foto. Pablo Casado, persuadido de que todo es “un señuelo”, arriesga aparecer como principal responsable de que no se pacte nada. Los independentistas catalanes, por su parte, lo rechazan, no porque signifique “ratificar el régimen del 78”, sino porque saben que nada podrán hacer con un pacto a dos años, mientras se cuecen avinagrados en su propia salsa de discordia y desgobierno, de desatino en desatino; el coronavirus se comió aquella mesa de diálogo como si fuese carcoma.
Probablemente seamos víctimas, además del encierro, de un etnocentrismo que todo nacionalismo vive de forma casi patológica: miramos suplicantes hacia Bruselas, desdeñando que el mejor ejemplo que podemos dar a nuestros socios europeos sería el de una solidaridad que ya practicásemos. Es obvia la urgencia de superar la crisis sanitaria. Pero una recesión profunda y prolongada, con su corolario de pérdida de estabilidad y progreso, además de tensiones sociales y financieras, tendrá nuevos efectos negativos sobre la salud física y mental de las personas.