En esta situación trágica en la que puede llamarse afortunado quien no tenga amigos, parientes o conocidos enfermos, cuando no muertos por el coronavirus, una de las reacciones más decepcionantes quizá sea la de quienes en vez de aportar soluciones, ideas o fuerzas se frotan las manos anunciando las querellas criminales que pondrán, cuando la plaga haya pasado, contra la negligencia del Gobierno, que presumen temeraria y hasta dolosa.
Yo recomendaría que tuvieran extremo cuidado, porque las querellas criminales pueden ir en una dirección y en la contraria. Y tal como ha fallado el Gobierno, que parece que no aprendió nada de Italia, han fallado la oposición, las administraciones locales, la liga de fútbol profesional… y sí, también la prensa; también yo, que publico aquí dos artículos por semana y no vi venir el huracán ni avisé de que venía arrollando con todo. Y no lo digo por exhibicionismo masoquista, sino al revés, para distinguirme de los abundantes sabelotodo-a-posteriori y por un elemental sentido de la equidad.
Claro está que no recae la misma responsabilidad en el poder ejecutivo que en la oposición o en las entidades y las fuerzas que carecen de él. Y cabe, efectivamente, deducir de las declaraciones de altos cargos gubernamentales previas a la llegada a España del virus una irresponsabilidad clamorosa. Son inolvidables Carmen Calvo llamando a participar en las manifestaciones feministas del 8 de marzo porque “nos jugamos la vida”, e Irene Montero postulando su derecho a llegar sola y borracha a su chalet de Galapagar; ambas en primera fila de su propia inopia, ambas ahora enfermas. Pero no se recuerda ninguna seria llamada a la necesidad urgente de medidas precautorias en las portadas ni en los editoriales de la prensa más solvente, cuya razón de ser consiste precisamente en estar informada e informar; ni en los discursos por parte de los líderes de la oposición; ni de los alcaldes de las principales ciudades.
Y a decir verdad, ni siquiera de los epidemiólogos. Parte del dolor que ahora recorre nuestro país se debe a nuestra difusa falta de imaginación ante lo extraordinario y por consiguiente de previsión: una especie de pantuflismo y buenrrollismo intelectual cuya linda imagen puede ser el rostro de Susana Griso animando, el de 3 de marzo, a las espectadoras de su influyente Espejo público a participar en aquellas manifestaciones fatales: “Que el coronavirus no sea una excusa para no participar”.
¿Querellas contra el Gobierno? Vale. ¿Pero las anuncia Abascal, cuando su colega y secretario general de Vox, Ortega Smith, viajó el 15 de febrero al corazón italiano del coronavirus y luego probablemente infectó a cientos de sus seguidores abrazándoles y besándoles en Vistalegre el mismo 8 de marzo? ¿No era eso temerario ya entonces? ¿Y va a querellarse el PP, o el gobierno regional catalán, cuyos recortes en Sanidad durante la crisis agravan el actual estado de postración hospitalaria, y que también participaron en el 8-M? ¿Todas las reuniones multitudinarias que mantuvieron los consistorios en fechas de peligro y hasta que se decretó el encierro, no podrían también ser denunciadas por poner en peligro a los funcionarios que se vieron obligados a participar?
Esta semana los artículos de Xavier Salvador y de Joaquim Coll en Crónica Global; el editorial de El País del miércoles; la columna de Ignacio Varela en El Confidencial y la de algún otro analista lúcido han subrayado la urgencia imperiosa de unidad política para hacer frente a la emergencia que recorre España arrasando vidas y haciendas. Es raro que aún tengan que escribirse estas cosas. El hecho de que ni siquiera en estas circunstancias excepcionales se intente, se consiga algo tan elemental, socava un poco más el ya escaso prestigio de nuestra clase política, y en general la idea que nosotros mismos tenemos de nuestro propio país. Conociéndonos un poco, ni siquiera nos sorprende. Pero el que siga jugando al electoralismo y a las querellitas debería andarse con cuidado porque se expone a colmar el vaso del disgusto popular... y también a una denuncia.