La semana pasada, Xavier Salvador instaba a abandonar de una vez la politiquería barata ante unas circunstancias que no pueden ser más trágicas. A excepción tal vez de nuestros mayores de 80 años, que vivieron de pequeños la guerra civil y los durísimos años posteriores, el resto de las generaciones no nos habíamos enfrentado antes a una catástrofe sanitaria y socioeconómica como la causada por el coronavirus.
Nada de lo sucedido en el último medio siglo en España había puesto en cuestión de forma tan radical y veloz las bases de nuestro progreso y bienestar. Hemos conocido diversas coyunturas graves, desde la reconversión industrial y el paro masivo de los ochenta hasta el largo azote del terrorismo (etarra o yihadista), pasando por el envenenamiento masivo con el aceite de colza, desastres medioambientales como el Prestige, o la intentona secesionista en Cataluña, por citar solo unos ejemplos. Pero ninguna de estas crisis, tampoco la profunda recesión económica de 2008 con el empobrecimiento de buena parte de las clases medias y trabajadoras, es comparable con el largo confinamiento masivo que vivimos hoy y, peor aún, con la caída del PIB, el incremento exponencial del paro, el cierre de miles de empresas y el hundimiento de la recaudación fiscal que registraremos este 2020 como consecuencia del COVID-19.
Y no solo en España, también en el mundo entero. No sabemos nada de los tiempos que vendrán, lo que es seguro es que a corto plazo no serán mejores para la mayoría. Mientras nos esforzamos en controlar la pandemia en su fase de expansión actual, y a la espera de una vacuna que nos dé el remedio definitivo, es fundamental pensar en la reconstrucción y aprender las lecciones que nos deja esta pesadilla.
Al Ejecutivo de Pedro Sánchez se le podrá criticar que no vio venir la pandemia y que estuvo demasiado distraído con su propia agenda política. Ha sido un error común en Europa, ya que todos los gobiernos han acabado actuando de forma muy parecida cuando no peor, véase el caso del británico Boris Johnson. La causa de este inicial escepticismo ante una amenaza desconocida originada en la lejana China, a la que todavía seguimos mirando como si estuviera en otro planeta, es que lo ocurrido era inimaginable en nuestro horizonte colectivo.
Pero ahora no tiene ningún sentido continuar con los reproches partidistas entre unos y otros. En un escenario tan dramático, lo esperable es que el principal partido de la oposición que aspira a volver a estar al frente del país algún día, apoye lealmente al Gobierno. Y también que el jefe del Ejecutivo se esfuerce por hacer partícipe al PP de la estrategia general en la lucha contra el coronavirus.
Lamentablemente, no hemos visto ni lo uno ni lo otro. Pablo Casado se ha pasado enseguida a la crítica sumarísima y cortoplacista, haciendo a Sánchez responsable de las muertes por la falta de material sanitario y olvidando que las autonomías tampoco fueron previsoras o que el mercado mundial de estos productos está ahora mismo colapsado.
Las vacilaciones y los errores ante la magnitud de la tragedia son inevitables, y aunque deben ser señaladas por la oposición no deben utilizarse con saña para hacer una descalificación completa de la actuación del gabinete de crisis cuando estamos lejos de ver la luz al final del túnel. En el otro lado de la balanza, es cierto que el presidente del Gobierno debería haber propiciado algún encuentro en la Moncloa con Casado o haberle llamado ante la toma de algunas decisiones, como la extensión del confinamiento a las actividades no esenciales después de haber defendido en el Congreso la semana pasada que no hacia falta.
El combate contra el coronavirus es lo más parecido a un escenario de guerra porque nuestra forma de vida habitual ha quedado suspendida y el sistema productivo supeditado casi completamente a esa lucha. Lo incomprensible y patético es que ni en el momento más difícil en España, Gobierno y oposición sean capaces de ir unidos. Y lo preocupante no es ahora que la estrategia sanitaria para contener la expansión del virus se rige por criterios científicos, con una receta que puede modularse en el tiempo pero que tiene dos pilares incuestionables, el confinamiento más estricto posible de la población y la realización de test masivos.
Lo complicado vendrá después, cuando debamos enfrentarnos a cómo reconstruimos el país y, por ejemplo, fortalecemos el sistema sanitario público para que no quede noqueado ante una nueva pandemia. Para ello es imprescindible alcanzar pactos de Estado de largo recorrido porque no va ser trabajo de unos meses. La hecatombe del coronavirus nos obliga a repensarlo todo, especialmente lo que no ha funcionado en esta crisis como, por ejemplo, la coordinación entre las autonomías con diferentes modelos. Estamos ante una calamidad pero también ante una oportunidad para abordar de una vez las reformas institucionales, económicas o fiscales que necesitamos para ser más eficientes, productivos y solidarios. Pero fracasaremos de nuevo si unos y otros no abandonan de una vez la politiquería.