Lo único bueno que puedo decir de Cristina Fernández de Kirchner es que cada día me recuerda más a Gloria Swanson en la película de Billy Wider Sunset Boulevard. Como Norma Desmond, Cristina siempre está preparada para su primer plano, aunque no sea ante Cecil B. de Mille, sino, por regla general, ante un juez que le busca las cosquillas por corrupta.
Como le sucedía a Norma Desmond, no es que Cristina haya dejado de ser grande, sino que el peronismo se ha hecho pequeño: hay que conformarse con Alberto Fernández, que es a la viuda de Néstor Kirchner lo que Dimitri Medvedev a su querido Vladimir Putin.
Afortunadamente para la Argentina peronista, un Fernández oculta a otra Fernández, aunque tampoco mucho. Es bastante evidente que la vicepresidenta pinta más que el presidente: a Cristina no te la quitas de encima ni con agua hirviendo (también es verdad que si lo mejor que tenía la oposición para librarse de ella era Mauricio Macri, empresario turbio cuyo abuelo llegó directamente de Sicilia para encargarse de los asuntos de la famiglia, casi que apaga y vámonos, como así fue).
El peronismo es, venturosamente, una desgracia argentina de difícil exportación: desde que han pillado cacho, ni los de Podemos le son fieles. Fuera de la Argentina, el peronismo no hay quien lo entienda. Nuestros dictadores dejan una herencia monolítica, mientras que la del general Perón cubre un amplio espectro ideológico que va de la extrema derecha a la extrema izquierda.
De hecho, como me dijo un amigo de Rosario, todos los políticos argentinos son peronistas y fuera del peronismo no hay vida política. Se trata, según mi fatalista compadre, de votar al peronista que se te antoje menos nocivo, todo un planazo.
Cristina Fernández es, probablemente, la política peronista más longeva de la historia. Acumula tantas causas por corrupción como operaciones de cirugía plástica, pero ahí sigue, pues su insuperable baraka la ayuda a deshacerse de sus acosadores judiciales. Se acaba de morir Claudio Bonadio, que llevaba años buscándole la ruina en los tribunales (siete procesos en marcha contra la interfecta; la mayoría, por corrupción), de un oportuno derrame cerebral (los fieles a Cristina han lamentado su muerte explicando urbi et orbi que era un miserable y que bien muerto está, dando muestras de una insuperable elegancia política).
Hace unos años, apareció muerto en su propia bañera, de un balazo en la frente, el fiscal Alberto Nisman, otro que también se la tenía jurada a la viuda: Movistar está emitiendo una miniserie documental al respecto, que no llega a ninguna conclusión clara sobre si lo de Nisman fue un suicidio o un asesinato. En cualquier caso, es evidente que buscarle las cosquillas a Cristina es arriesgarse a lo peor.
Dadas estas curiosas circunstancias, no estaría de más proceder a una nueva autopsia de Néstor Kirchner para eliminar posibles sospechas de envenenamiento, pero no creo que haya muchos voluntarios para esa misión: a ningún forense le apetece acabar, víctima de suicidio o accidente, colgado de un puente o cayéndose por la ventana de un piso alto, ¿verdad?