“Cambio de régimen” y “entierro de la democracia de 1978”. Con estas y otras expresiones análogas fue recibido por no pocos analistas el discurso de investidura que pronunció Pedro Sánchez y que le permitió en segunda votación hacerse con la presidencia del Gobierno de forma no interina. Lo que tengan de hipérbole las citadas expresiones se explica más por las consecuencias de los pactos que permitieron la investidura que por aquel discurso, pues no puede negarse que los enunciados programáticos a cuya ejecución condicionaron su voto los grupos favorables a la investidura van más dirigidos a iniciar un proceso constituyente que a una legislatura ordinaria. Y nada tendría de ilegítimo el designio constituyente si quien lo postula tuviera las mayorías cualificadas que habilitan a la “adecuación de la estructura del Estado” (acuerdo con el PNV), pero no es así: a día de hoy dispondrían en el Congreso de un máximo potencial de 167 escaños, la mayoría más exigua de la democracia, cifra muy alejada de los quórums para la reforma constitucional.
Sorprende en este sentido que esa inviable vocación constituyente se acompañe en la prensa gubernamental y afín a la investidura de lo que parece un reproche de legitimidad a quien pretendiera oponerse impetrando el auxilio del Tribunal Constitucional o de los tribunales ordinarios, instituciones a las que se tilda por algunos representantes públicos de “brazo armado” o de “fuerza reaccionaria”. Consigna que en su versión sucedánea llaman “desjudicializar” la política; que no es otra cosa que la eliminación del principio constitucional, que rige en todo Estado de Derecho, de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, cuya actuación debe estar, siempre, sujeta al imperio de la ley bajo el control y contrapeso, entre otros, del poder judicial.
Ante este escenario más vale que los partidos que creen algo todavía en la Constitución vayan sustituyendo a los estrategas electorales, imagólogos, politólogos y demás gurús por los que se han venido guiando, por juristas expertos. Porque no es exagerado atisbar que el conglomerado que ha propiciado la investidura no venga a hacer política (o no en primer lugar ni solamente), sino a cambiar las reglas del juego por la puerta de atrás, que es justo de lo que no habló Sanchez en su investidura; precisamente lo que le hizo Presidente lo mantuvo secreto: la elusión de los cauces institucionales --y de suyo normativos-- es la enseña que inspiró el acuerdo (“mesa de diálogo” atípica incluida), y de ahí que no sea casual que en el pacto aflorado con Unidas Podemos ocupe un lugar destacado el "promover la renovación del Poder Judicial".
Y es que, además del acoso al que ya, preventivamente, se está sometiendo al Poder Judicial, es de temer que en su renovación se exprima a fondo el aberrante e irregular procedimiento de repartirse aritméticamente los vocales del CGPJ para facilitar en último término la promoción de magistrados afines, sin sea descabellado pensar que lo siguiente sea acometer dos reformas que cierran el círculo, y que teniendo en origen razones técnicas fundadas, son sin embargo fácilmente instrumentalizables: reimpulsar la atribución de la instrucción al fiscal y restringir las posibilidades de actuación procesal de la acción popular.
En ese contexto, y como era previsible, al sometimiento de la Abogacía del Estado, ya de suyo orgánica y funcionalmente subordinada al ejecutivo, le va a seguir --con la insólita propuesta de nombramiento de la ministra saliente Dolores Delgado-- el intento de hacer lo propio con la Fiscalía, para que se inhiba de su defensa de la legalidad por criterios de oportunidad. En este punto hay que reconocerle a la Fiscal General cesante, María José Segarra, su probidad profesional y el escrupuloso respeto a la autonomía de criterio que ha demostrado con los Fiscales intervinientes en las causas del procés.
No hay que descartar que su propuesta en junio de 2018 sea una de las decisiones que más le haya pesado a Sánchez, que quizá creyó que su procedencia de la Unión Progresistas de Fiscales le proveería de un dócil resorte a disposición del ejecutivo. Recuerden cuando a través de los medios gubernamentales el entonces Presidente en funciones trataba de apaciguar a sus ahora socios de ERC mandándoles el mensaje de que, si por él fuera, presionaría a los fiscales para rebajar la acusación ante el Tribunal Supremo, pero que intentarlo resultaría “contraproducente".
No tenía fácil Sánchez dar con un Fiscal General que asumiera el encargo de desactivar la legalidad en lugar de defenderla, que es básicamente su función. Visto quién asumirá el cargo, convendría que se articulara ya una plataforma desde la sociedad civil para que la personación como acusación popular no se patrimonializara por los partidos políticos, se ejerciera con criterios técnicos, no de propaganda, y desde luego con una capacitación mayor que la de los letrados de los partidos que hasta ahora han dado el paso. Como instrumento que es de participación ciudadana en la justicia y de control del propio funcionamiento del sistema, lo saludable en una democracia madura es que sea la sociedad civil, y no los partidos (que en definitiva están integrados en el legislativo y aún participan indirectamente en designación del CGPJ), quien se movilice al respecto.
Es lo que viene: frente a las “adecuaciones estructurales del Estado” y las “mesas de diálogo” atípicas, fuera de los cauces normativos, no hay más valladar que la ley y la justicia, y cada uno verá la credibilidad que le da al juramento o promesa de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que alguno de estos representantes --con sus propios antecedentes y manifestaciones---haga delante del Rey.