Cuando el 23 de junio de 2016 se impuso, por poco margen y de manera inesperada, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, gran parte de los opinadores consideraron que había sido poco más que un accidente, el resultado de un mal día de una parte del electorado británico. Que se había pretendido hacer un voto de castigo a las políticas de David Cameron, que no le disipaban los temores hacia el futuro en general, y hacia la inmigración masiva que pretendía atravesar el Canal de la Mancha en particular. Voto mayoritariamente de ancianos, desconfiados ya desde la época de Margaret Thatcher con una Europa unida que ésta definía como “el sueño de intelectuales franceses cuyo destino final era el fracaso”.
Se dijo, también, que en el referéndum del Brexit se habían quedado en casa los jóvenes y una parte del electorado poco motivado del Partido Laborista. Todo el mundo creía que el Brexit no se acabaría ejecutando, ya que resultaba excesivamente complicado y doloroso de aplicar y que, tarde o temprano, una inevitable nueva consulta una vez desmontadas las posverdades utilizadas en campaña por Nigel Farage, Boris Johnson y toda la bandada de antieuropeístas radicalizados, el electorado británico recuperaría el sentido común.
Que unos meses después, también contra pronóstico, Donald Trump se hiciera con la presidencia de Estados Unidos ya nos debería haber alertado de que la pulsión demagógica y populista no era algo momentáneo ni pasajero, sino un discurso que se iba imponiendo entre sectores sociales medios y de formación más bien baja, proclives a refugiarse en el discurso identitario ante un entorno en el que las seguridades se iban descomponiendo y las posibilidades de futuro se degradaban. A día de hoy, aunque no sabemos hasta dónde y hasta cuándo, la pulsión insolidaria y tribal se ha convertido en ganadora en casi todas partes.
El triunfo claro y contundente que la semana pasada ha obtenido en Gran Bretaña un personaje tan estrafalario y poco confiable como Boris Johnson confirma justamente que el referéndum de 2016 no significó un voto de castigo momentáneo, imprevisto y desmedido. Tres años y medio después, la población británica ha decidido optar por una salida dura de la Unión Europea. No se han echado atrás, a pesar de resultar evidente a estas alturas que el precio que pagarán en términos económicos, sociales y políticos será grande. Es mentira que el electorado siempre apueste por lo que le resultará más favorable. La inflamación nacionalista, la defensa de la particularidad y un cierto supremacismo hacia los continentales resultan mucho más fuertes que lo que les podría resultar más sensato y conveniente.
Salir del mercado único les supondrá un coste muy elevado. La economía británica ya no es puntera como lo era hace un siglo y medio. Lleva muchas décadas siendo un país decadente en múltiples sentidos, y en el que la principal fuente de negocio resulta ser la especulación financiera. Con el aislamiento de Europa, probablemente, Gran Bretaña reforzará el carácter de paraíso fiscal que ya tenía la City de Londres, y hará aún más estrecha --también dependiente--, su relación bilateral con Estados Unidos.
La derrota de los laboristas británicos también ha sido histórica y les costará levantar la cabeza. De hecho, el Partido Conservador ha ganado justamente en algunos de los que eran los grandes feudos obreristas de la política inglesa. Jeremy Corbyn sin duda llevaba un programa económico y social muy favorable a las clases populares y medias británicas, priorizando el empleo y una fiscalidad que permitiera rehacer el maltratado Estado de bienestar británico, y especialmente el dañado y antaño emblemático Servicio Nacional de Salud.
Hay quien cree que no votando un proyecto claramente de izquierdas y avanzado, que situaba en el centro de todo combatir la exclusión y la creciente desigualdad económica, los británicos no han hecho lo que les convenía, se han disparado un tiro en el pie. Ni a la hora de hacer elecciones de consumo ni políticas los humanos actuamos de manera racional ni hacemos lo que mejor nos iría. Para contentar a todos, los laboristas no se definían de manera clara sobre el Brexit. Su posición era un "sí, pero no". Para la opinión pública, lo importante no era su programa económico y social, sino la desconfianza que generaba su ambigüedad. El Labour Party sólo podía perder, como así ha sido; pero con ellos, todos los británicos.