Hoy hace exactamente diez años de la muerte de Jordi Solé Tura, uno de los siete “padres” de la Constitución. A las puertas del 41 aniversario de la Carta Magna y justo cuando se acaba de inaugurar una nueva legislatura cuya andadura está condicionada por la exigencia independentista de ejercer la autodeterminación, vale la pena recuperar algunas de sus reflexiones pues son de una clarividencia impresionante. A mediados de la década de los ochenta, mientras se desataba la crisis en el PSUC, partido del que había sido diputado en las Cortes constituyentes, Solé Tura escribió un libro premonitorio, Nacionalidades y nacionalismos en España (1985). Dos años después lo amplió en la edición catalana con un título aún más explícito (Autonomies, federalisme i autodeterminació), instando al mundo de la izquierda a abandonar complejos políticos y dudas ideológicas frente al riesgo de que los nacionalismos acabasen conduciendo a España a un callejón sin salida.

Los independentistas, cuya fuerza subterránea Solé Tura ya captó pese a que políticamente entonces eran minoritarios, denostaban la Constitución de 1978 pues la consideraban casi tan inaceptable como el régimen franquista. Los nacionalistas no separatistas, es decir, CiU y PNV, mantenían una ambigüedad notable y, si bien aceptaban el modelo autonómico, continuaban actuando como si el adversario centralista fuese el mismo. Entre tanto, las fuerzas de izquierdas apostaban tímidamente por completar la evolución federal pero sin dar la batalla frente la retórica autodeterminista que nacionalistas e independentistas invocaban como si durante la transición se hubiera hecho una renuncia vergonzante a un principio democrático fundamental. La clarividencia de Solé Tura es espectacular al señalar la necesidad de clarificar el debate sobre la autodeterminación. Su posición es que las izquierdas dejarían de serlo si eran confusas en un asunto tan peligroso para la estabilidad del modelo autonómico y constitucional, pues se trataba de una conquista histórica que había que consolidar y mejorar en lugar de erosionar y destruir.

Sorprende que Solé Tura en la década de los ochenta ya anticipase el escenario que hemos vivido estos últimos años. Señaló que un hipotético conflicto independentista tras una victoria en las urnas trascendería la lucha entre “izquierda” y “derecha” para abrir una grieta en todas las clases sociales, escindir profundamente la sociedad catalana y causar la ruptura interna en partidos, sindicatos y organizaciones del conjunto de la izquierda. También que la lucha por la secesión no se desarrollaría solo en el terreno electoral, sino que sería un proceso con episodios insurreccionales. Y, finalmente, vaticinó que la batalla política y social conduciría a una crisis mayúscula del sistema democrático de 1978 alimentando el resurgir del viejo nacionalismo español. Todo eso ha ocurrido casi al pie de la letra. Para evitarlo Solé Tura propugnaba la necesidad de que la izquierda combatiera la autodeterminación, inaplicable en una España democrática con autonomías casi federales, como primera condición para aislar y derrotar a los partidarios de la independencia.

Por desgracia la deconstrucción ideológica de la autodeterminación no se ha producido, sino que, bajo la fórmula seductora del derecho a decidir, ha logrado a partir de 2012 un éxito fulgurante e intensísimo que ha contaminado gran parte del discurso de la izquierda política, social y sindical. En algún momento pareció una consigna imbatible pues apelaba sencillamente al ejercicio democrático. Sin embargo, desde los acontecimientos de 2017, el panorama se ha ido clarificando y cada vez es más evidente que solo los que quieren la independencia reclaman la autodeterminación, mientras que las deserciones aumentan cada día en aquella parte de la izquierda que defendía hasta hace unos años la celebración de un referéndum pero que ahora reconoce que no sería una buena idea porque no resolvería nada tal como ya sostenía Solé Tura. Eso explica que el CEO, ese organismo público de la Generalitat que hace encuestas básicamente al servicio de la agitación soberanista, haya abierto desde entonces dos frentes nuevos. Uno, introduciendo la pregunta sobre la monarquía para erosionar por otro flanco el modelo del 78 alimentando un republicanismo que no busca tanto un cambio en la forma de Estado como su destrucción y, dos, extendiendo su radio de acción demoscópica a toda España para condicionar el debate público con sus preguntas sobre Cataluña y la crisis política. Seguro que si Solé Tura viviera todo ello le provocaría lúcidas reflexiones y le horrorizaría ver que la gobernabilidad progresista de España esté ahora mismo en manos de un partido como ERC cuyo objetivo es la autodeterminación para la independencia.