Catedral de Santa Isabel de Malabo, en la época colonial de la Guinea española / ARCHIVO

Catedral de Santa Isabel de Malabo, en la época colonial de la Guinea española / ARCHIVO

Pensamiento

África, después de ultramar: el último sueño colonial (1)

Diamantes de sangre; Roca y Masriera en la industria de la joya; los vapores Barcelona-Santa Fe; los ingenios de los Escofet o los Dalmau; el cine de Jacinto Esteva y los últimos de Guinea

24 noviembre, 2019 00:00

En 1888, el año de la primera Expo Universal de Barcelona, el pionero Jacinto Roca Fuster fundó la relojería La Marina, situada en la calle Ample para convertirla en un negocio creciente. En 1909 cambió de local y se trasladó a las dos plantas inferiores del edificio premodernista, en frente del Liceu. En 1915 amplió el negocio incorporando creaciones en alta joyería, bajo el impulso definitivo de su hijo Rogelio Roca Plans, con un nuevo establecimiento, en Rambla esquina pasaje Bacardí; y pronto el salto definitivo del mismo Rogelio, el gemólogo de Paseo de Gràcia, cuyo éxito todavía es visible en la esquina de Gran Via donde Josep Maria Sert puso en pie la bellísima fachada de la joyería capaz de rivalizar con los hermanos Masriera. Estos segundos, foco de la piedra preciosa en la ebullición del art déco en Barcelona, pivotaron en torno a la figura de Lluís Masriera un artista que colonizó museos y salas de exposición y que colocó diademas de oro y perlas de gran tamaño en la filosofía del tocador, inspirada en la reina Victoria de Inglaterra y en toda su prole, los Battenberg, entroncados con los Borbón, a través de Alfonso XIII (Joyería y orfebrería catalana 1852-1939, de Pilar Vélez, historiadora y directora del Museo del Diseño de Barcelona).

Pero lo que empezó como una galería de princesas y palacios, tuvo una segunda derivada algo más compleja. Los joyeros catalanes de los felices 20 y de los primeros 30 descubrieron la materia de la que están hechos los sueños en la ribera del Níger, sobre el atolón de la desembocadura pegado a Costa de Marfil. En los años que precedieron a la II Gran Guerra, las minas africanas se convirtieron en el sujeto de los diamantes de sangre, una guerra de descomposición eterna, que atravesó el siglo XX y que tuvo su punto álgido en el genocidio de tutsis a manos de los hutus, en Ruanda. Nuestros joyeros, como las casas auríferas de de la Bélgica flamenca o de la Holanda pegada al Mar Báltico, concentraron sus esfuerzos en mercados más mundanos, como Rotterdam, Brujas o Ámsterdam, en los que la calidad del acabado competía en valor con la commodity mineral, pero sin necesidad de acudir a la fuente.

El segundo puerto de lo que en adelante sería el último sueño colonial catalán, tuvo lugar en el medio siglo, en el hospital de Bata. Allí, bajo el signo de Antoni Maria Claret, la orden religiosa que cristianizó Guinea, nacieron muchos de los hijos de españoles instalados entonces en la colonia española. Perdidas Puerto Rico, Filipinas y Cuba, los enclaves como la Guinea Española, el Sahara, Ifni, Ceuta y Melilla pasaron a ser los reductos de españolidad fuera de la península. Mucho antes de la contienda civil, Santa Isabel y Fernando Poo eran el destino de barcos, como el Dómine y el Poeta Arolas, que entraban y salían en dirección a Barcelona. Los españoles recordaron durante mucho tiempo sus llegadas a Bata y Santa Isabel transportados en brazos por nativos que los recogían en las barcazas por la inexistencia, no ya de puertos, sino un mínimo pantalán de desembarco. La Guinea vinculada al continente constaba de unos cuantos soldados de la Guardia Colonial, misioneros y algunos emprendedores, como los Blasco, Vila y Bima, y de otros enfocados en el comercio internacional como los Roca, emparentados con el gran joyero, los Garriga, los Esteva, alrededor del cineasta y empresario Jacinto Esteva, o los Jover, industriales textiles, fundadores de la banca homónima, la rama más poderosa de los llamados banqueros de la Rambla. Todos ellos acabaron siendo propietarios de ingenios de recolección de cacao y aceite de palma, pero fue después de muchos años empleado en actividades terciarias difíciles de definir. Con la tierra a precio de saldo, Guinea representó una gran oportunidad para la inversión, pero la incipiente industria agroalimentaria que decidió instalarse no dispuso nunca de infraestructuras de transporte ni de grandes mercados de referencia. Mientras Europa sangraba por sus dos guerras, África sobrevivía entre visados, pasaportes, permisos y aventuras al descubierto con final a menudo infeliz. Los C-54 de la empresa Aviación y Comercio (la antigua Aviaco) entraban y salía del espacio aéreo de las islas y del continente sobre la línea que divide la frontera de Guinea con la de países enormes, como Ruanda o Mali. De manera bastante corriente, el golfo de Guinea, vigilado primero por Bismarck y después por la armada del Tercer Reich, se fue convirtiendo en el objetivo de la Kriegsmarine alemana en busca del tráfico de armas de los aliados.

Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, fue fundada en 1827 por el capitán inglés William Fitzwilliam Owen, quien la bautizó con el nombre de Clarence, en honor del Duque de Clarence, futuro rey Guillermo IV de Inglaterra. Pero, al volver a manos de España, en 1847, la ciudad pasó a tomar el nombre de Isabel II de Borbón, la Santa Isabel en el imaginario colectivo. Bajo dominio británico, Clarence, convertida en importante enclave comercial, conoció días de esplendor y auge gracias a un gran mercado de aceite de palma, café, cacao, azúcar, hilo, telas, zapatos, vinos y licores. Pero fue después de 1883, tras la llegada de los misioneros claretianos, cuando la ciudad, trazada a cordel, empezó a elevarse y adornarse con edificios que iban a definir una configuración urbanística marcada en torno a su Iglesia Catedral y la Plaza de España, hoy denominada Plaza de la Independencia. El primer gran edificio levantado en Santa Isabel fue la Iglesia Catedral que emergió tras un pavoroso incendio que convirtió en cenizas el altar, y el coro del primer templo católico de madera. Fue reemplazado, a continuación, por otro de hierro traído de Bélgica inaugurado el 14 de abril 1897 y sobre aquella base se fue alzando, poco a poco, año tras año, lo que hoy constituye, sin lugar a dudas, la joya de la corona de la arquitectura colonial española en Guinea Ecuatorial.

Guinea es la tierra del Níger, el río de ríos, para las culturas africanas que viven en sus riberas. El cauce engañoso que cubre el Sahel por debajo del Atlas y se adentra hasta Costa de Marfil y Sierra Leona, cientos de kilómetros, una vez atravesado el Sahara, como escribió el paisajista catalán Nicolau Rubió i Tudurí --explorador del continente junto a su hermano Fernando, químico y fundador de los Laboratorios Andrómaco-- en sus trabajo sobre él llamó la brousse africaine, traducible como el bosque, el ruido o la noche cerrada de la hiena y el leopardo. La expansión de los safaris catalanes vivió su apogeo en los años anteriores a 1936. En los cuarenta, los efectos del Reich y la caída de las economías occidentales, África perdió el glamour de sus memorias vividas en los anocheceres del Masai Mara o en el club de Campo de Nairobi, bajo el dominio colonial de Lord Mountbatten (embajador de la reina Victoria en India, Sudafrica, Canadá, Palestina y Kenia). Los pastos leoninos perseguidos por el gran cazador Denys Finch Hatton, parte del trío imbatible de Memorias de África, una cinta nacida de la pluma de Isak Denissen, se convirtieron en yermos. Las tangentes entre la aventura breve de Guinea y el mundo inabarcable del Africa francófona y británica o del Congo belga fueron para nuestros mayores un clara ocasión perdida, desde aquel año del ochocientos en que Mungo descubrió el cauce del Níger, creyendo que se trataba del Nilo. Supo muy pronto que era el Níger, pero nadie desveló hasta casi cien años más tarde que el río de ríos nace en la Guinea continental y muere en el Golfo de Guinea, el enorme estuario que colma a las islas españolas.

La Guinea del último sueño fue efímera, pero menos volátil de cómo nos la han contado sus colonizadores. Sus aeropuertos en plena selva y las barcazas utilizadas como puertos después de varias escalas, fueron testigos de aventureros, como el cineasta Jacinto Esteva. La breve pero intensa herencia fílmica de Jacinto Esteva tiene a su favor una deuda no saldada, con el continente africano, en los orígenes de la migración masiva: Notes sur l’émigration. Espagne (1960), Autour de salines (1962) y otras como Después del diluvio (1968), Metamorfosis (1970), Le fils de Marie (1971) y parte del material rodado en sus viajes-fugas en África. En 1990, la aparición de El encargo del cazador (1990), la autopsia documental de su amigo Joaquín Jordà, nos acerca al continente del terror que descubrió Marlow, el protagonista de Conrad (Viaje al corazón del bosque). Esteva fue un cometa atravesando la tundra que otros desandaban en busca de antílopes y elefantes marfilados. Así nos lo mostró Jordà, que había compartido con él el manifiesto de la Escuela de Barcelona, Dante no es únicamente severo (1967).

África sobrevive al despojo de Macías, sobre fortunas como la de los Escofet o los Dalmau, perpetradas por el líder de la independencia convertido en sátrapa. Sus ciudades, Santa Fe o Fernando Poo, o la misma Bata (sede un club de Tenis regentado y frecuentado por españoles) no ofrecieron jamás el amparo disfrutado por la aristocracia británica que salvó sus muebles en Kenia. El regreso triste a España, después de la declaración de independencia de Guinea, es una foto oportuna del momento en que el almirante Carrero Blanco actuó como el virrey generoso enviado por Franco para negociar la entrega de la colonia, a cambio de nada.