Por regla general, un mayor crecimiento económico comporta un aumento de la tasa de inflación y una subida del tipo de interés del banco central. Esta última noticia constituye casi siempre un mal presagio para cualquier Gobierno, pues augura un incremento de la producción en el futuro inferior al del pasado.
Debido a ello, un elevado incremento del PIB, que no provoque un aumento significativo del nivel de precios, supone generalmente el contexto macroeconómico deseado por cualquier ministro de Economía. Entre enero de 2014 y septiembre de 2019, es el que tuvo lugar en España. No obstante, ni ahora la coyuntura es ideal ni tampoco lo fue en los años anteriores. Una de las claves es la existencia de una baja tasa de inflación debido a motivos muy diferentes a los habituales. En concreto, un conjunto de factores de relevancia mundial, europea y española que difícilmente tienen lugar a la vez.
En la mayoría de los casos, la combinación de bonanza macroeconómica y baja tasa de inflación viene explicada por un gran incremento de la productividad de los trabajadores. Sin embargo, en los casi seis últimos años, su cuantía en España aumentó solo un 0,1% de media anual. Por tanto, queda claro que ésta no fue la causa.
Entre 2008 y 2013, la economía española pasó por una larga y profunda crisis. En promedio anual, el PIB cayó un 1,3%, y los precios subieron un 2,1%. A pesar de que en la siguiente etapa aquélla entró en expansión, y el crecimiento económico alcanzó el 2,6%, la tasa de inflación descendió y se situó en el 0,57%.
Las principales causas de carácter mundial de dicha disminución fueron la reducción del precio de las materias primas y la depreciación de la moneda europea respecto al dólar. En el período señalado, el primero bajó en euros un 9,1%, y la segunda se abarató un 20,7%, al pasar el tipo de cambio de 1,37 dólares por euro a 1,09.
Ambas razones provocaron que España importara desinflación, además de generar un elevado plus de crecimiento económico. De la evolución de dichas variables nos beneficiamos más nosotros que la mayoría de países de la eurozona, pues tenemos una superior dependencia del petróleo y gas natural en la generación de energía.
En el período indicado, las autoridades europeas realizaron una política monetaria expansiva y una fiscal contractiva. La primera la efectuó el BCE, y la segunda la Comisión Europea. A priori, ambas tenían una distinta repercusión sobre la tasa de inflación, pues la diseñada en Frankfurt pretendía de manera indirecta incrementarla y la planteada por Bruselas, reducirla.
La política monetaria consistió principalmente en la compra de deuda pública y privada, la concesión de préstamos a los bancos a un plazo más largo del habitual (barra libre de liquidez) y el pago por parte de ellos de un tipo de interés por los depósitos efectuados en el BCE.
Dichas medidas pretendían que las entidades financieras tuvieran un exceso de liquidez y su abundancia condujera a una reducción del tipo de interés de los préstamos. Un incentivo que incrementaría la demanda de crédito por parte del sector privado y haría que familias y empresas aumentaran su gasto. Si así sucedía, la tasa de inflación subiría y se acercaría al 2%, siendo dicho nivel el óptimo para el BCE.
Indudablemente, la meta fijada no ha sido alcanzada, pues en septiembre de 2019 los precios solo aumentaron un 0,1%. La prudencia crediticia de los bancos, una débil demanda solvente, unos tipos de interés muy bajos, y la elevada antigüedad de los préstamos hipotecarios hicieron que el nuevo crédito concedido fuera inferior al amortizado. Debido a ello, el saldo vivo del crédito bancario no subió, sino que disminuyó un 17,8%.
Durante la etapa analizada, la necesidad de reducir el déficit presupuestario desde el 7% del PIB a un importe inferior al 3% convirtió al sector público en una rémora económica. En promedio anual, su gasto solo aumentó un 1,2%, una cifra notoriamente inferior a la del PIB (2,6%). Por tanto, constituyó claramente una rúbrica desinflacionista.
No obstante, probablemente el factor que más contribuyó a generar una tasa de inflación tan baja fue la escasa subida de los salarios de los trabajadores. En el período analizado, el promedio de la remuneración anual por asalariado solo aumentó un 0,53%, una cifra casi idéntica a la media de la tasa de inflación (0,57%).
La elevada tasa de paro y una nueva legislación favorable a los intereses de los empresarios y perjudicial para los de los trabajadores (la denominada reforma laboral del PP) constituyeron los principales motivos que impidieron que los asalariados, que ya disponían de un empleo, se beneficiaran de la mejora de la coyuntura económica.
En definitiva, entre enero de 2014 y septiembre de 2019, la caída del precio de las materias primas, la depreciación del euro, la prudencia crediticia de los bancos, los recortes presupuestarios y las exiguas subidas salariales generaron una tasa de inflación muy baja.
A diferencia de lo que generalmente sucede cuando llega acompañada de una bonanza macroeconómica, dicha tasa no fue una excelente noticia para la economía españolas, sino en gran medida el resultado de una más desigual distribución de la renta entre los ciudadanos que ya tenían un empleo y los propietarios de las empresas donde ellos trabajan.