Los hechos de octubre del 2019 se parecen cada vez más a los hechos de octubre del 2017. Entonces quizá hubo más angustia y más clima insurreccional que ahora, sobre todo en la huelga del 3 de octubre, pero ahora ha aparecido la violencia en las calles en grados extremos, lo que no ocurrió hace dos años. Hasta el viernes, día de la nueva huelga independentista --llamarla “de país” es un insulto al menos para la mitad del país--, Barcelona había vivido cuatro días de disturbios, el primero en el aeropuerto de El Prat y los otros tres en pleno centro, igual que ocurrió en las otras tres capitales catalanas. Y el viernes la violencia se desbordó, con horas y horas de brutales incidentes en el centro de Barcelona y también en Tarragona, Lleida y Girona.
La protesta de las llamadas “marchas por la libertad”, expresión del independentismo pacífico, convivía así con los violentos disturbios nocturnos, aunque algún día habrá que valorar también si impedir el tráfico de ferrocarriles y la circulación en las principales autopistas puede considerarse pacífico.
Todo se justifica por la respuesta a una sentencia efectivamente dura por las penas, pero una dureza que la gestión penitenciaria puede atenuar considerablemente, al rechazar los jueces que los condenados tengan que cumplir la mitad de la pena para beneficiarse del tercer grado o de permisos, como pedía la fiscalía. Obsérvese que muchos de los que insistían en que el Código Penal se caracteriza por la individualidad de los delitos y las penas, hablan ahora de condena a 100 años. Este, sin ir más lejos, fue el titular de TV3 al dar la noticia de la sentencia.
El fallo es, naturalmente, discutible, pero es difícil sustentar que en los hechos de octubre del 2017 solo hubo desobediencia. Por unanimidad, los jueces descartan la rebelión que pedía la Fiscalía porque no se produjo la violencia estructural --es decir, “instrumental”, “funcional” o “preestablecida”-- necesaria para cometer el delito. También se elimina la rebelión con la tesis de que todo el proceso fue una “ensoñación”, un “artificio engañoso” o un “señuelo” que no podía lograr la independencia de Cataluña, uno de los objetivos que debe perseguir el “alzamiento público y violento” de los rebeldes, según el Código Penal. Es decir, que la rebelión, como ha recordado Diego López Garrido, uno de los redactores del artículo correspondiente del Código, “debe ser creíble”.
Quizá la tentativa o la conspiración para la rebelión pudieran encajar más en la tesis del engaño, pero se descartaron o porque el delito se comete con solo ponerlo en marcha, con lo cual la tentativa de rebelión no existe, o bien, en el caso de la conspiración, porque los actos que se ejecutaron fueron más allá de la mera preparación, que es lo que castiga ese delito. Además, nadie había acusado a los procesados de conspiración.
Al final se optó por la sedición, es decir, impedir el cumplimiento de las leyes o la actuación de funcionarios públicos. El tribunal rechaza que la violencia sea imprescindible en el “alzamiento público y tumultuario” sedicioso porque “puede ejecutarse ‘por la fuerza o fuera de las vías legales’”. “Quienes entienden que, pese a esa redacción en términos alternativos, la exigencia de violencia en el delito de sedición es inherente al vocablo alzamiento, se apartan del significado gramatical de esa palabra”, dice la sentencia, en referencia a la manifestación para obstruir el registro judicial en la Consejería de Economía y a la gente que intentaba evitar que las fuerzas de seguridad cumplieran el mandato judicial de impedir las votaciones el 1-O. Fijado así el delito, sin violencia, con una interpretación un tanto forzada, son excesivas las penas a las que han sido condenados desde Oriol Junqueras hasta los Jordis.
Pero eso no justifica la explosión de violencia de estos días, ni el colapso del aeropuerto el lunes, jaleado al día siguiente, con una declaración insólita en cualquier país europeo, por la portavoz del Govern, Meritxell Budó. Y lo peor vino después, cuando el presidente de la Generalitat, Quim Torra, estuvo dos días sin condenar la violencia y, cuando lo hizo, fue en una declaración de apenas dos minutos en la medianoche del miércoles y en la que acusó de los disturbios a “provocadores” e “infiltrados”. Antes, por la mañana, había interrumpido una reunión sobre seguridad para manifestarse en Girona cortando la autopista como un CDR cualquiera y su máxima preocupación había sido investigar si los Mossos, a quienes no defendió en todo el día, se habían excedido. Y ayer, sábado, compareció de nuevo sin condenar explícitamente la violencia, emplazó a Pedro Sánchez a mantener una reunión, en lo que pareció un aprovechamiento de los incidentes, mientras al vicepresidente, Pere Aragonés, de ERC, no se le ocurría otra cosa que exigir “proporcionalidad” a la Policía Nacional (española) después de la noche más violenta en Barcelona en muchos años, con decenas de agentes heridos.
Torra, todavía presidente de un Govern abrasado, había pronunciado el jueves en el Parlament un discurso que la portavoz de los Comuns, Jessica Albiach, acertó al calificar de “delirante”. Esta vez, los comunes estuvieron a la altura. En ese discurso fuera del mundo y de la realidad propuso un nuevo referéndum antes de acabar la legislatura, iniciativa que desconocían los miembros del Govern y de los partidos que lo integran. ERC la rechazó allí mismo. Con esta actitud de la primera autoridad catalana y de su mentor --Carles Puigdemont aún no ha condenado la violencia-- y después de que Torra pidiera a los CDR que apretaran y de disculpar todas sus acciones, ¿puede extrañar a alguien que surja la violencia en este proceso? Porque no es la primera vez: hubo ya violencia el día de la detención de Puigdemont en Alemania y en el intento de asalto al Parlament horas después del “apreteu, apreteu” ("apretad, apretad"). Entonces también se acusó a los “infiltrados”, una excusa ya no se cree nadie.