Dejó escrito Federico Engels en su crónica sobre la sublevación española del verano de 1873 que Barcelona ya por aquel entonces era “la ciudad cuya historia registra más luchas de barricadas que ninguna otra villa del mundo”. La al parecer irresistible tentación de algunos por ponerse jeremíacos a la vista de las hogueras barcelonesas puede aminorarse con una saludable dosis de relativismo. Antes de ponernos estupendos y pedir un desembarco de Normandía con piolines en el Moll de la Fusta --que es precisamente lo que se busca por parte del soberanismo-- quizás sería ilustrativo recordar la cronología de los eventos en París causados por los"chalecos amarillos", y notar que este tipo de problemas tienen naturaleza de guerra de desgaste: el que resiste, gana, en la misma medida en la que quien sobrereaciona, pierde. Basta con repasar desapasionadamente la cronología de los disturbios parisinos que comenzaron en noviembre de 2018 y evolucionaron con un constante incremento de los destrozos, saqueos y por supuesto los incendios, caracterizando las protestas por un nivel de violencia que provocó 1500 policías y 2200 manifestantes heridos, cientos de detenidos, y el caos urbano en la ciudad de la luz. Bueno, y del fuego, algo que comparte con Barcelona, como no pudo evitar recordarnos recientemente un tal José Rodríguez, a ratos asesor de ERC, quien señaló con acierto el carácter cultural que las llamas tienen en el volkgeist catalán, incluso cuando esto se manifiesta mediante procesiones con antorchas de dudosa estética.
Lo cierto es que fuego y algaradas son en verdad parte del paisaje barcelonés y sus carreteras de acceso. Esta tradición pirómana autóctona se ha puesto al día gracias a las nuevas tecnologías, especialmente el streaming, que ha permitido a los millennials catalanes y a algún que otro recalcitrante pensionista, actualizarse visualizando las incendiarias protestas en París y Honk Kong y sumándose a las protestas descargándose una app. Esto ha permitido al siempre inspirado Carles Puigdemont a recoger la tea de Nerón desempolvando su lira para invocar a la aburguesada adolescencia catalana a purificar la política catalana arrasándola con fuego, para acto seguido aplaudir a los bomberos cuando lo extinguen.
Los primeros que parecen estar notando el sofoco que estas hogueras están causando son los propios condenados por el Tribunal Supremo, cuyo tercer grado penitenciario pende del hilo de lo que ocurra en las calles. Esto ha impelido a una serie de féminas célebres del olimpo independentista como Artadi, Rahola y Pascal a manifestar su pública aprensión, un poco en la misma línea de aquel aprendiz de brujo de Goethe al que se le salió de madre la escoba encantada. Y es que es plausible pensar que incluso los soberanistas con mejor pedigrí estén viendo que es el rabo el que está moviendo al perro, y que el cálculo que hicieron para dejar salir la presión popular abriendo una válvulas de escape y cerrando otras tiene errores básicos que no está dando el resultado esperado.
El señor de Waterloo, por el contrario, sigue creyendo que está escribiendo sobre la marcha un capítulo de Black Mirror que servirá para conseguir el control efectivo del territorio, manejando la movilización de hordas de manifestantes geolocalizados por sus móviles, desde la comodidad de su ordenador portátil como quien está en un videojuego. En este caso, por el fuego se sabe dónde está el humo, y no debería ser difícil para los servicios de inteligencia tirar del hilo de internet hasta llegar al personaje cuya vanidad alimenta las hogueras de Barcelona, y obrar en consecuencia ante las autoridades belgas discretamente y por la vía diplomática haciéndoles notar que según artículo 559 de nuestro Código Penal, "la distribución o difusión pública, a través de cualquier medio, de mensajes o consignas que inciten a la comisión de alguno de los delitos de alteración del orden público [... ] o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo [... ]" es delictivo, y que en consecuencia no es aceptable que un Estado de la Unión Europea dé cobijo a quién actúa contra los intereses de otro Estado miembro.