Quico Pi de la Serra nos divirtió con su ejercicio de manipulación artística al sustituir todas las vocales por la i en una frase delicada como “la policia està al servei dels ciutadans”. En aquellos años franquistas, la veracidad de tal afirmación estaba en entredicho con toda la razón, pero la censura, tratándose de materias sensibles, solo permitía este tipo de juegos. La policía sigue siendo materia sensible, unos porque la echan en falta para mantener la autoridad en la calle y otros porque la aborrecen por considerarla símbolo y tentación del autoritarismo subyacente en todo poder; lo que no perdura, felizmente, es la censura.
El verano barcelonés ha estado marcado por la subida de los índices de criminalidad, siempre dentro de unos márgenes moderados en comparación con otras capitales europeas. Las dos cosas son ciertas, pero claramente se ha impuesto la estadística del empeoramiento, apuntalada por la acumulación de episodios de violencia criminal en muy pocas semanas. El periodismo en competencia por un mercado en retroceso está muy pendiente de los fenómenos de actualidad capaces de despertar el apetito popular por el alarmismo, y mucho más si todo sucede en vacaciones.
Nada nuevo bajo el sol. No es la primera vez ni será la última que lo viva Barcelona. Hay una crisis de seguridad finalmente asumida por todos que no condenará la ciudad al caos y al desorden a poco que se coordinen y se empeñen los unos y los otros: el Gobierno catalán que tiene las competencias y el Ayuntamiento de Barcelona que tiene la prioridad de restablecer un estado de tranquilidad ciudadana muy conveniente.
La policía no lo es todo en la batalla por lograr una ciudad segura. Está dicho y redicho por todos los expertos del mundo que subrayan el peso de las desigualdades y las injusticias sociales como caldo de cultivo de la inseguridad y la ineficacia de la acción policial frente a cuestiones que atañen esencialmente a las políticas sociales. Por otra parte, las grandes redadas policiales, si no cuentan con una respuesta judicial mucho más ajustada a la reincidencia calculada, solo sirven para subrayar la impunidad práctica de unos delincuentes especializados.
De todas maneras, resulta inexplicable que algunas voces persistan instaladas en la desconfianza respecto a los cuerpos de seguridad que cantó con tanta fuerza Pi de la Serra en un contexto tan diferente. A cada orden de despliegue de agentes en las calles para acallar las exigencias justificadas de diferentes sectores sociales, económicos y políticos, reaparecen para alertar de la insuficiencia de este tipo de medidas cuando no para expresar simplemente la contrariedad por tales maniobras.
La inseguridad es un material político fácilmente inflamable, exige tiento en su utilización y no siempre se respeta la mínima prudencia por parte de los interesados en obtener algún rédito de las estadísticas negativas y la percepción ciudadana de un peligro difundido a conciencia. Esta evidencia no excusa la responsabilidad de las autoridades competentes o afectadas por el empeoramiento de los índices de delincuencia, sean estos relativamente moderados en comparación con realidades semejantes o absolutamente insostenibles en el imaginario mediático y ciudadano.
Las razones de haber llegado hasta aquí serán múltiples. Desde la falta de acuerdo entre administraciones a la escasez de efectivos, de las dudas sobre qué hacer y cómo hacerlo a la inexistencia de un responsable decidido e identificable de las cuestiones de seguridad municipal, del descontrol de la crisis de la vivienda a la expansión indisimulada del narcotráfico. Sin embargo, no habría que olvidar una cuestión de primer curso de la política de gestión pública: el ejercicio de la autoridad es una obligación indispensable, sea en materia de seguridad, en disciplina urbanística o en el respeto de las ordenanzas vigentes en circulación, venta ambulante, fiestas y verbenas.
Dicho ejercicio tiene la virtualidad de enviar un mensaje contundente de que alguien está al mando y del riesgo de obviar su acción; el abandono de las competencias o el retroceso en esta ocupación del espacio legítimamente atribuido a las instituciones democráticas es una invitación a los infractores a expandirse por la ciudad. La delincuencia profesional de la especialidad que sea sabe interpretar las señales de debilidad o las dudas que emiten los gobernantes y actúan en consecuencia.