El 7 de octubre de 1839, después de que el progresista Olózaga retirara sus enmiendas y diera apoyo al proyecto del Gobierno moderado, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley confirmatoria de fueros para las provincias vascas, cumpliendo lo prometido por el general Espartero al carlista Maroto en el famoso abrazo de Vergara. Ello produjo en el hemiciclo un momento emocional donde diputados de distinto signo comenzaron a abrazarse mientras daban vivas a la unión, a la Constitución y al propio Congreso. Aquella sobredosis sentimental permitió que el ministro Arrázola incorporara sin oposición al primer artículo de la Ley que el respeto a los fueros se llevaría a cabo “sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía”.
Comenzó así en 1839 la que probablemente fue la edad de oro foral de las provincias vascas. Como se sabe, los navarros acordarían dos años después, mediante la llamada “Ley paccionada”, otro arreglo impulsado en gran medida por el liberalismo fuerista, que permitió transformar en sentido constitucional las viejas instituciones forales. En ambos casos los próceres de la nación mostraron una gran sabiduría, contención y generosidad, llevando a cabo un movimiento muy inteligente para adaptar progresivamente los últimos restos del antiguo régimen a la ideología demoliberal que comenzaba a imponerse. Como se sabe, la tercera guerra carlista convenció a Cánovas de la incompatibilidad del sistema foral --ya secuestrado por el integrismo religioso-- con las instituciones sociales del mundo moderno, lo que condujo a una parcial derogación en 1876 de la que sobrevivieron el concierto y el convenio económico.
Pudiera ser que las elecciones del 28 de abril pasado supusieran, en cierto modo, un mensaje para que los españoles nos reconciliáramos intentando reconstruir la constitución territorial después de los destrozos producidos por el procés catalán durante siete años. Será difícil, desde luego, volver a repetir otro abrazo de Vergara en el siglo XXI, principalmente porque las distintas facciones del independentismo no parecen haber renunciado a consolidar su proyecto hegemónico mediante el uso y abuso del sistema político autonómico. Vean lo que ha ocurrido en la Cámara de Comercio de Barcelona. Existen, por lo demás, algunos límites intrínsecos dentro de nuestro modelo constitucional, que hacen complicada la expresión jurídica de las imposibles aspiraciones nacionalistas. También las vascas, por cierto.
En tal sentido, comparto con el profesor Solozábal la ambición cultural atribuible al artículo 2 de la Constitución: una nación española que se abre al reconocimiento de su pluralidad, estimulando el eros autonómico pero conteniéndolo en el marco civilizatorio de la igual libertad. Una propuesta interpretativa parecida ha hecho Weiler para la relación entre la Unión Europea y sus Estados. La Constitución de 1978 ya vislumbró (véase el art. 147.2) la importancia del concepto de identidad, que en buena medida no hace sino expresar una nueva etapa humana donde se ansía reconocimiento una vez consolidado el bienestar social. En el fondo, esto es lo que ya vislumbró Hegel y recientemente acaba de recordar en un irregular ensayo ese notario de fenomenologías que es Francis Fukuyama.
No hay, sin embargo, demasiado espacio para la reconstrucción de la constitución territorial. La historia, que no puede por sí sola justificar legitimidades, enseña que las reivindicaciones identitarias --también la territorial-- solo tienen éxito cuando son capaces de incorporar lo particular a lo universal. Fue Sartre quien dijo que el éxito revolucionario de la burguesía fue hacer suyo el programa del conjunto de la humanidad. Los nacionalistas vascos y catalanes no pueden aspirar a tanto, pero tampoco hacen demasiados esfuerzos por arrimar sus reivindicaciones a un posible proyecto federal español del mismo modo que lo hicieran, por ejemplo, los fueristas moderados del siglo XIX. Como ya he repetido en varias ocasiones, ser plurinacional hoy en nuestro país es ser español de muchas maneras, pero vasco o catalán de una sola.
No creo que este planteamiento, de indudable sesgo confederal, fuera el perseguido originalmente por nuestros constituyentes. Sí el de conseguir un equilibrio entre la integración de las nacionalidades y la articulación funcional del Estado, entre vestigios territoriales y un republicanismo de nuevo cuño cuya razón de ser es superar discriminaciones y no perpetuar privilegios. Dicho esto, si la España de los balcones traía un momento constitucional, es posible que muchos nos equivocáramos al tratar de fijarlo en un cierto sentido: corresponde a los partidos concretarlo con paciencia y una generosidad política de la que ya hemos hecho gala en otras épocas. Falta por ver si iniciamos un viaje cultural donde se sacrificarán derechos de minorías territorializadas o una operación económica con consecuencias para la redistribución. Por Sieyès sabemos que la nación política no da lo que los ciudadanos no le quieren conceder.