No se acaba de entender bien la gran satisfacción que tantos intelectuales parecen sentir por el triunfo de las ciudades, por la expansión de las ciudades, por el hecho de que el futuro pertenece a las ciudades de millones de habitantes. Hablan como si la acumulación de poder, trabajo, progreso y dinero en las grandes ciudades, a expensas de las ciudades pequeñas y de los pueblos, fuera una victoria sobre el oscurantismo y la regresión, cabe decir de la higiene sobre la roña.
(Dicho sea de paso, es particularmente llamativa la sacralización kitsch de la idea/imagen de Barcelona, obra de una campaña sostenida de publicidad que como parangón acaso solo admite, por su intensidad, prolongación en el tiempo y eficacia, la de la independencia de Cataluña. Idea celestial de Barcelona cuya apoteosis kitsch será precisamente la terminación de la Sagrada Familia, el templo más kitsch de todos los templos que es fan i es desfan).
Puede entenderse tal querencia, tal celebración de las ciudades en un momento como el presente en que el progreso de la logística y las comunicaciones haría posible precisamente “des-urbanizar”, descentralizar la población, si la vemos como tributo que los intelectuales pagan al señorío que les mantiene y alimenta. En ese sentido las metrópolis operan con la intelectualidad que las celebran –y al hacerlo celebran a sus propietarios– como en el siglo XVII la corte con los dramaturgos y poetas, que se veían obligados a una adulación rastrera según testimonian tantas dedicatorias zalameras de Lope, de Quevedo, de Cervantes y demás talentos de nuestra Edad de Oro a Osunas, Lermas y demás condes y duques.
Y si no adulaban a los baronets fue solo porque no los había fuera de Inglaterra.
Hay quien, como Christophe Guilluy, no ve las ciudades como superacorazados del progreso, la libertad y la razón sino exactamente como lo contrario: como las modernas ciudadelas donde las clases dominantes y sus castas de protegidos y de lacayos se encastillan, expulsando a las clases más desvalidas y menos pudientes hacia los arrabales abandonados a su suerte. Con el agravante, como convincentemente expone el sociólogo francés en No sociey. El fin de la clase media occidental, ensayo muy debatido en Francia que he traducido para Lumen y que está a punto de publicarse si es que no ha salido ya cuando escribo estas líneas, con el agravante, decía, de que nunca como ahora la oferta de empleo se había concentrado tanto precisamente en las grandes ciudades. Es decir que el mercado de trabajo está allí precisamente donde no pueden acceder a él quienes más lo necesitan.
Invisibilizados por este proceso, esa “basura blanca”, como se les llama en Estados Unidos, estos “desdentados”, como parece que los llamó en infausta ocasión el presidente Hollande –ahora, desdentados o no, muerden lo que pueden, y son más conocidos como chalecos amarillos– pueden ser ignorados y despreciados impunemente por las clases urbanas dirigentes, por “los de arriba” como los llama Guilluy, y se ven tentados de apoyar a formaciones populistas, a líderes que están o fingen estar fuera de la weltanschauung de los grandes partidos que sostienen un sistema que los empuja a la periferia y les encarece el gasoil para que ni se les ocurra acercarse a la ciudad, donde está el trabajo.
Este proceso corre simultáneo a la expulsión de las grandes ciudades de las nuevas generaciones, es decir las que no cuentan con el soporte, con el dinero, de las clases y grupos dirigentes, mediante la especulación inmobiliaria. Como los grandes partidos no tomaron en la debida consideración este problema capital, quien sí lo hizo y lo denunció y lo usó como palanca política, alcanzó la alcaldía de la ciudad supuestamente celestial. Otra cosa es que el cargo le vaya peor que el disfraz de abeja Maya que con tanto garbo lucía y en el que debería volver a embutirse cuanto antes.
Las elecciones del domingo pasado, y sus debates previos, a los que he asistido desde bastante lejos, con el pensamiento, me han recordado que los partidos políticos llamados “tradicionales” no saben ni pueden hacer frente seriamente a los problemas del electorado, no necesariamente por insolvencia sino porque esos problemas superan el marco en el que tienen cierta operatividad, el marco nacional, mientras que los partidos que vienen de lo extraparlamentario o de lo alternativo al stablishment, al statu quo, no ofrecen fiabilidad: a las primeras de cambio sus líderes se compran el chaletito, que era de lo que se trataba finalmente, o responden a cualquier pregunta mínimamente compleja “¡Viva España!” o “Visca Catalunya!”. La globalización y la destrucción de las clases populares y de la “clase media occidental” seguirán su curso sin respuesta política.
Lo peor que he visto en este sentido ha sido la venta, en Madrid, en tiempos de la alcaldesa Botella, de pisos de protección oficial a filiales de Blackstone, de capital internacional aunque mayoritariamente norteamericano, que de inmediato, para algo se conoce a Blackstone como “fondo buitre”, procedieron a doblar el precio del alquiler o directamente a echar a los inquilinos. Es de suponer que estos encontrarán una nueva vivienda más barata en algún pueblo de los alrededores donde nunca encontrarán empleo.
Aunque desde luego nuestra fuerza política no va a parar la globalización y el paso triunfal del liberalismo, que desde que ganó la guerra fría ha perdido la cautela y la vergüenza, hay medidas paliativas que la política nacional puede tomar para que el enfermo –la clase media, las clases desvalidas– prolongue su declinante vida durante algunas décadas. O para dignificar, por lo menos, la idea de la nación, del Estado, más allá de gritar vivas y agitar banderas y celebrar que la UE reconozca que Gibraltar es una colonia del Reino Unido. La primera medida, la más urgente, es cancelar la ley de “apoyo a los emprendedores” que se aprobó en 2013 para atraer a las grandes fortunas extranjeras al excesivo parque de viviendas español durante los años de la crisis: a quien adquiriese una o varias viviendas por valor de 500.000 euros se le concedía el permiso de residencia legal.
Ese es el precio que se puso a ser español: cuesta medio millón de euros.
Es curioso el eufemismo de “emprendedores” por “ricos”. Así se convirtió parte de Madrid, una “parte representativa” en “Little Caracas”: primero se vinieron con su dinero, blanqueado a saber cómo, los burgueses venezolanos antes de que se lo robaran los chavistas. Ahora se vienen los mismos chavistas, con las fortunas que han esquilmado a la “república bolivariana” durante estos años de infamia, temiendo que la situación dé un vuelco y les quiten lo robado.
No podemos exigir soluciones a lo que no lo tiene. Pero un gesto no es mucho pedir.