Un buen nacionalista está convencido de que su tierra es la mejor. Eso lo saben bien algunos políticos que cuando acuden a donde sea no se cansan de repetir cuánto quieren a ese territorio. “Yo amo mucho a Cataluña” es un lugar común en montones de dirigentes de todos los partidos. Eso sí, lo dicen siempre en monólogos tipo club de la comedia, en los que no cabe la repregunta no sea que haya alguien que quiera saber a quién no ama. Sería una situación muy engorrosa para, por ejemplo, Pablo Casado, que alguien le preguntara si quiere más a Cataluña o a Murcia. La respuesta, por lo demás, sería obvia: a ambas por igual, como a su papá y a su mamá.
Si actúan así es porque saben que ese discurso, por absurdo que sea, gusta a los que pudieran oírle. En realidad, los nacionalistas están convencidos de que su territorio es tan bueno, bello, rico y sensacional que lo lógico es amarlo por encima de todas las cosas. Incluso si uno no tiene más tierra que la de las macetas.
La cuestión, de todos modos, es saber por qué eso es así. ¿Por qué Junqueras cree que Cataluña es la mejor tierra del mundo? ¿Por qué lo creen de España Casado o Rivera? Es evidente que la respuesta no puede ser de tipo empírico. Nadie ha estado en todas partes. De modo que el motivo por el que los nacionalistas creen que su país es el mejor sólo puede ser uno: es el mejor porque es donde ellos nacieron. ¿Cómo iban ellos a nacer en un país de segunda? No, si ellos nacieron en España, España es lo mejor. De modo que la base última del nacionalismo es la creencia de que el nacimiento de uno convierte a la tierra que lo oyó llorar por primera vez en la mejor. Su mera presencia dignifica al territorio. Aunque luego se vaya a vivir a Bélgica. Su tierra de origen ya ha quedado abonada por lo que recogieron sus pañales, lo que la ha convertido en la mejor del mundo.
El nacionalismo es, por lo tanto, puro narcisismo.
Naturalmente, el narcisismo también admite ser reforzado. En la España de Franco se explicaba al personal que los males que pudieran darse se debían a la envidia de los extranjeros. ¿Por qué los holandeses o los ingleses tenían envidia a los españoles? Porque España tenía sol y las mujeres más bonitas. Tenían que ser las dos cosas a la vez, claro, porque si sólo fuera por el sol, los ingleses se hubieran dedicado a envidiar al desierto del Sahara.
Y luego está la historia. España conquistó el mundo, decían los ideólogos del imperio, de modo que cualquier español se convertía en un Elcano aunque no hubiera salido nunca de Reus o de Valladolid.
La historia es una gran forjadora de egos nacionalistas. Basta con escribirla a medida. Pujol descubrió que Cataluña tenía mil años. Nunca se vio en la necesidad de explicar qué era antes esa porción de terreno ni por qué se paraba precisamente en esa fecha. El nacionalismo español ha ido incluso más lejos y ha hablado de la España eterna. Los ingleses nacionalistas saben bien que todos sus males derivan de la contaminación que les llega del continente. Antes les iba de maravilla. Sobre todo a los pobres. También Trump, descendiente de inmigrantes, repite que todos los males de Estados Unidos y de parte del extranjero derivan de la inmigración.
El mejor incentivo para un nacionalista es un buen enemigo feo y malo, de modo que queden más realzadas las virtudes propias.
Hace algunos años, Bertold Brecht escribió las historias del señor Keuner. Una de ellas dice así:
“El señor Keuner no consideraba necesario vivir en un país determinado. Decía: - “ –En cualquier parte puedo vivir mal.
“Pero un día en que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo, que le obligó a bajar de la acera. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor Keuner se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no sólo con aquel hombre, sino que lo estaba mucho más con el país al que pertenecía aquel hombre, hasta el punto que deseaba que un terremoto lo borrase de la superficie de la tierra.
“–¿Por qué razón –se preguntó el señor Keuner– me convertí por un instante en un nacionalista? Será porque me topé con un nacionalista. Por eso es preciso extirpar la necedad, pues vuelve necios a quienes se cruzan con ella”.
En efecto, el nacionalismo es una enfermedad. Contagiosa.