Hace dos o tres años escuché a Javier Solana en el Poblenou pronunciando una conferencia sobre el mundo que nos espera. Era admirable el conocimiento de Solana sobre los asuntos políticos y geoestratégicos del mundo, se notaba que había estado en Europa, fue nada menos que secretario general de la OTAN y ministro de Exteriores de la UE, mister PESC, o sea que no hablaba a humo de pajas. En su discurso de hombre delgado con las piernas cruzadas, en su manoteo elegante, iban y venían los países, los imperios, descritos con un tono cálido, cordial, con una distancia admirable, una distancia que venía a decir: “Las cosas son así, ustedes verán”.  Era la actitud del que ha visto el mundo, lo ha comprendido, lo explica y advierte al respetable de los problemas del futuro. Si no haces caso de esas advertencias, pues nada, pues adiós. Ese discurso manejaba magnitudes enormes, abrumadoras, China, Asia, Rusia, la democracia, el totalitarismo, el liberalismo depredador, etcétera. El corolario del discurso era el siguiente: más le vale a Europa permanecer unida y resistir sus tendencias entrópicas y tribales, más le vale reforzar sus lazos de unión y tener un peso específico potente, porque de lo contrario no va a pintar nada en un juego en el que las grandes industrias globales y las nuevas potencias rampantes y posiblemente hostiles reparten las cartas y dictan las normas.

Hace unos meses, en el salón familiar de José María Beneyto, un culto abogado de actividad internacional española-alemana y exparlamentario del PP, explicaba Josep Piqué, hombre de admirable currículo, exministro de varias carteras con amplia experiencia en Europa, los argumentos principales expuestos en su flamante libro El mundo que nos viene y que eran coincidentes casi por completo, o así me lo pareció, con los que le había escuchado el año anterior a Solana. El desafío de Rusia y de China. La indiferencia ensimismada y a medio plazo decadente de Estados Unidos. La inoperancia de la democracia para regular el mercado de trabajo internacional. 

De manera que en breve espacio de tiempo y casi por casualidad he tenido el privilegio de escuchar desde primera línea el discurso de uno y del otro. El oráculo de Solana tuve que ir a escucharlo en moto. A escuchar la prognosis de Piqué fui a pie, de paseo, a diez minutos de casa. Y constaté que en el fondo, y al margen de algunos matices, de algunos acentos, poco importaba que el uno fuese socialdemócrata y el otro liberal o de derechas. Pues el discurso europeísta de ambos estaba subrayado por una difusa sensación de fatalidad, de precavido aunque combativo pesimismo. Pues coincidían en subrayar la importancia de que Europa se fortalezca como entidad política grande, poderosa en la medida de sus posibilidades. Sí, Solana y Piqué coincidían en el diagnóstico de la insignificancia geoestratégica de Europa ante los retos que plantean en el futuro inmediato las nuevas “grandes potencias”, y aunque sea Europa precisamente el lugar adonde cualquiera, en cualquier otro lugar del mundo, si pudiera elegir se vendría, para disfrutar de los restos de nuestro estado del bienestar, medicina universal, imperio de la ley, división de poderes, monopolio policial de la violencia  y otros parámetros civilizados en los que otros países solo pueden soñar.

Era admirable la convicción, la seguridad, la locuacidad y los gestos elegantes y ponderados con los que tanto Solana como Piqué manejaban estadísticas y grandes magnitudes, el aplomo con el que hundían en el abismo grandes potencias tradicionales y Continentes y hacían emerger del anonimato a otros agentes ignotos y decisivos, y todo sin alzar la voz, como si hubieran pasado noches en vela en magníficos pisos de Bruselas estudiando y comprendiendo el mapa del porvenir. Desde luego en aquellos discursos no había sitio para Eslovaquia, para Malta o para otros fenómenos políticos ultra locales. Como vengo diciendo, lo que se barajaban eran las grandes magnitudes, los flujos decisivos.

Era admirable Solana, pero me fascinó más Piqué porque hablaba sin cesar de la importancia de algunos nuevos escenarios geográficos, escenarios del comercio internacional de los que yo no había oído hablar, entre los cuales hacía hincapié en algunos estrechos, y entre ellos, con especial atención, en el estrecho de Malaca. El estrecho de Malaca: paso decisivo entre el mar Índico y el Océano Pacífico, paso de abastecimiento petrolero de Japón y de China. Es El mundo que nos viene, título del libro de Piqué, que ya me parece significativo porque no habla del mundo que estamos formando o el que debemos construir, sino de un porvenir fatal, en el que somos personajes secundarios, mundo que se “nos viene” encima y al que más nos vale comprender y asimilar.     

Es verdad que si lo piensas Europa solo parece capaz de aportar a ese porvenir rabioso y enérgico su propio pasado, como un parque temático fascinante, como la paseísta película de Woody Allen Midnight in Paris. Ya lo previó Romain Gary en su mejor novela, que yo traduje por encargo de Riambau el visionario, nunca se lo agradeceré bastante, y que precisamente se titulaba Europa. Si vivo doscientos o trescientos años más –cosa que no descarto— a lo mejor también tengo ocasión de traducir El estrecho de Malaca.