Para una familia, la austeridad, siempre que no sea excesiva, es una virtud. En cambio, para un país, puede llegar a constituir un problema, pues es posible que le haga entrar en recesión. Un mayor nivel de ahorro de los consumidores, las empresas y las Administraciones significa menos gasto, empleo y crecimiento económico.
En la actual década, el debate sobre la conveniencia o no de la austeridad se ha centrado casi exclusivamente en el sector público. En concreto, en la distinta manera que los gobiernos de EEUU y la zona euro han actuado después de la Gran Recesión.
Para salir de ella, el primer país estimuló la demanda interna. Con tal finalidad, rápidamente realizó una política monetaria y fiscal muy expansiva. La segunda provocó un gran déficit presupuestario. Entre 2009 y 2012, la media se situó en el 8,2% del PIB. No obstante, en 2016, último año del mandato de Obama, su nivel únicamente alcanzó el 3,1%.
Durante dicho mandato, la reducción del déficit nunca supuso una prioridad. Su disminución no fue principalmente consecuencia de una política de recortes del gasto público, sino de un incremento en la recaudación, debido a la rápida llegada de una fase expansiva. El país abandonó la recesión en julio de 2009, en 2010 ya creció a un ritmo del 2,6% y no ha dejado de hacerlo en ningún trimestre de la actual década.
Por el contrario, la eurozona eligió el fomento del ahorro. El objetivo era conseguir una expansión más larga y sana, aunque la recuperación tardara más en llegar. Para sus principales dirigentes, la probable llegada de una nueva recesión no podía considerarse como un fracaso de la nueva política, sino simplemente un efecto secundario. Estaban seguros de que el camino elegido era el acertado y el de la Administración Obama el equivocado.
A instancias de Alemania, en mayo de 2010, la Comisión Europea consideró como prioridad absoluta la reducción del déficit presupuestario a corto plazo y la consecución del equilibrio a medio término. Para conseguir el primer objetivo, la inmensa mayoría de países recurrió a considerables recortes sociales y subidas de impuestos. En un contexto inicial de escaso o nulo crecimiento, era la única vía posible.
El resultado fue una doble recesión. La primera tuvo lugar entre septiembre de 2008 y noviembre de 2009 y apareció como consecuencia de las repercusiones sobre la actividad económica de la crisis de las hipotecas subprime. La segunda aconteció entre febrero de 2012 y julio de 2013 y ocurrió por la adopción de las políticas de austeridad.
Entre 2010 y 2018, el crecimiento promedio de EEUU fue del 2,3%; en cambio, el de la zona euro se quedó en el 1,4%. En ningún año de dicho período, esta última consiguió aumentar el PIB el 2,6%, una cota que ya consiguió el país norteamericano en 2010. El ejercicio en que más cerca se situó fue 2017, un período en que el PIB aumentó un 2,4%.
La idea que tenían los dirigentes alemanes era aprovechar el contexto económico para obligar al resto de países de la eurozona a realizar las reformas estructurales (la denominada Agenda 2010) que Schröder efectuó entre 2003 y 2005. Unas medidas que permitieron reducir el gasto social, aminorar las subidas salariales y dotar de una elevada competitividad internacional a las empresas del país teutón.
La primera y segunda consecuencia invalidaban la demanda del sector público y de las familias, respectivamente, como impulsores del PIB. En cambio, la tercera dotaba de dicho papel a las exportaciones y, en menor medida, a la inversión de las empresas. Unas ventas al exterior que cada vez más se dirigían fuera de la zona euro, especialmente a los países emergentes del Sudeste Asiático y de América Latina. Por tanto, el país teutón aumentaba su dependencia respecto al crecimiento del resto del mundo y la disminuía en relación al observado en la zona euro.
Un modelo que le permitió conseguir un gran superávit exterior, un positivo saldo fiscal, un moderado crecimiento económico y casi pleno empleo. No obstante, aquél tiene virtudes y defectos. Entre las primeras, destaca que convierte al resto del mundo en deudor suyo. Sin duda, una consecuencia de volverse el país más austero de la economía mundial. Entre los segundos, sobresale la gran vinculación entre el aumento de su PIB y el observado en otras naciones.
En el año 2019, la desaceleración de China y los problemas de numerosos países emergentes van a reducir drásticamente las exportaciones de Alemania. Por tanto, si no hace una política fiscal expansiva y estimula la demanda interna, el país caerá en recesión. Para evitarla, y volver rápidamente a la expansión, también le interesará que la adopten el resto de países europeos. De esta manera, la subida de sus exportaciones al área euro más que compensará la bajada advertida en las realizadas al resto del mundo.
En definitiva, excepto si Merkel vuelve a poner la ideología por encima del pragmatismo y acepta que su país caiga en recesión, Alemania abandonará en los próximos meses la política de austeridad. No solo lo hará ella, sino también la inmensa mayoría de las naciones del área euro. Una desastrosa idea que ha generado un escaso crecimiento durante casi una década, ha aumentado las desigualdades sociales y ha debilitado considerablemente al proyecto europeo, al ayudar indirectamente al auge de la extrema derecha e izquierda.