Con excesiva frecuencia, desde distintas opciones ideológicas inequívocamente democráticas, se incurre en un error de gran calado cuando se intenta definir o cualificar como fascistas a las nuevas formaciones políticas de la extrema derecha. Es un error de apreciación muy grave, tanto por lo que representa de banalización del fascismo como por lo que implica de desconsideración de las características específicas de estas expresiones, no solo nuevas sino sobre todo cada vez más potentes en gran número de países de casi todo el mundo, de las posiciones ultraderechistas.

Estas nuevas extremas derechas pueden o no tener coincidencias con lo que en su momento fue el fascismo, no solo el original italiano sino todo el que se derivó del mismo, pero tiene sus propias características ideológicas y sus raíces son asimismo diversas. Tan diversas como son las sociedades donde surgen cada una de estas nuevas formaciones ultraderechistas. Estados Unidos tiene muy poco o nada que ver con Rusia, menos coincidencias existen entre India y Dinamarca, Holanda y Brasil, Filipinas y Reino Unido, Hungría y Suecia… Cada uno de estos países, así como muchos otros de casi todo el mundo, cuenta en la actualidad con su propia expresión de extrema derecha, en casi todos ellos ya con una representación institucional más o menos importante. En España se ha hecho evidente con la reciente irrupción de Vox en el Parlamento andaluz y, como consecuencia de ello, también en el Senado.

¿Es Vox un partido fascista? Es harto discutible que pueda ser definido de esta manera. Vox se reclama constitucionalista, aunque algunos de sus principales objetivos son claramente inconstitucionales: por poner un solo ejemplo, ahí está su firme y reiterada voluntad de abolir el sistema autonómico vigente, que forma parte substancial de la Constitución española de 1978. Difícilmente se puede cualificar como fascista a una formación política que se proclama como constitucionalista, del mismo modo que no se puede considerar o definir como golpistas a quienes asumen y cumplen lo establecido en nuestra Carta Magna, por mucho que pretendan modificarla o reformarla.

Lo que en realidad constituye el denominador común de todas las formaciones de las nuevas extremas derechas surgidas durante estos últimos años en casi todo el mundo es un nacional-populismo que se manifiesta contra un imparable proceso de globalización, de consecuencias económicas y sociales devastadoras para grandes capas de la población, en particular unas amplias clases medias empobrecidas hasta límites inimaginables durante la última década. No puede entenderse la irrupción de estas nuevas extremas derechas sin tener en cuenta la enorme magnitud y trascendencia de la gran crisis económico-financiera que se produjo a partir sobre todo de 2008. Una crisis sin precedentes y agravada por una globalización ya irreversible. Puede haber ahí alguna coincidencia con la aparición, después de la gran crisis de 1929, del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia, pero las circunstancias actuales son muy distintas a las que se daban entonces y vienen agravadas por unos movimientos migratorios con unas magnitudes hasta ahora desconocidas.

Resulta curioso observar cómo estas nuevas y cada vez más potentes fuerzas de las derechas extremas muy a menudo coinciden en sus expresiones con algunas formaciones políticas supuestamente ultraizquierdistas. Coinciden en su rechazo global a todo tipo de poder establecido, en el cuestionamiento sistemático de la representatividad y legitimidad del Estado democrático de derecho y en el uso y abuso incesante de toda clase de apelaciones populistas al nacionalismo más primario.

Mientras que el fascismo era y sigue siendo un movimiento político fácilmente distinguible y que daba y sigue dando siempre motivos más que sobrados para que pueda e incluso deba ser criticado, condenado y también combatido desde cualquier opción democrática, estas nuevas y emergentes derechas extremas, como sucede a menudo con sus equivalentes de izquierdas extremas, pueden acabar siendo más peligrosas para la democracia que el mismísimo fascismo. Su lenguaje suele ser mucho más complejo, aunque casi siempre se base en apelaciones muy primarias a emociones y sentimientos que poco o nada tienen que ver con realidades objetivas o racionales.

Nos convendría a todos los demócratas tomar muy en serio la aparición cada vez más extensa e intensa de estas nuevas expresiones políticas de las derechas extremas. Nos convendría a todos, y de manera muy especial a todos aquellos que, desde sus legítimas opciones políticas democráticas de derechas,  conservadoras o liberales, bajo ningún concepto pueden dejarse arrastrar por este nacional-populismo emergente. Aquí sí puede ser oportuno recordar cómo la ascensión del fascismo en Italia, o del nazismo en Alemania, acabó con unos sistemas democráticos aparentemente consolidados y terminó provocando unos desastres sin precedentes para ambos países.