Cuando Albert Boadella llevó al teatro su versión pujoliana de Ubú Rey algunos pensamos que la caricatura excedía los términos de la realidad. Hoy, tanto como el final político de Pujol, el descrédito institucional de Cataluña con un pie en la ilegalidad admitiría versiones ubuescas del mayor calibre. En el absurdo tragicómico se desenvuelven personajes como Torra o Puigdemont, hasta extremos muy alejados de las circunstancias que hace veinte años hacían improbable otra secuencia del Ubú Rey de Alfred Jarry para representar el hundimiento del nacionalismo catalán. Y todavía falta un cierto número de escenas porque, aún a sabiendas de que el desenlace está escrito, nadie en el independentismo acepta rectificar.
En realidad, a partir del catalanismo clásico al que Pujol desvía hacia una identificación entre Convergència y toda Cataluña, todo lo ocurrido coincide con las mayores críticas intelectuales al nacionalismo, como fue el caso de Elie Kedourie. Declaraciones de independencia que duran segundos, un expresidente prófugo de la justicia que se instala en Waterloo y otro presidente de la Generalitat –y, como tal, máximo representante del Estado en Cataluña– que ha sido prolijo en infamar España, seudoconsultas que generan gran división entre los ciudadanos de Cataluña, victimismo y paranoia: en realidad, al decir “eso va de democracia”, la contradicción independentista es enorme porque en estos momentos ha llegado a coincidir expresivamente con la actual oleada de críticas a la democracia liberal. Tanto Torra como Puigdemont se presentan cada vez más ajenos a las normas de la democracia formal. De aquí que la presunta mayoría prosecesión –de cada vez más fraccionada y débil– no tenga por prioridad la seguridad jurídica de la ciudadanía. Para ellos eso es, al fin y al cabo, un aderezo formalista porque lo que importa es la nación como nexo superior al Derecho.
Fue a partir del victimismo árabe que Kedourie, judío iraquí de alto voltaje intelectual, constató que la idea nacionalista es políticamente divisiva y opresiva con las minorías, con inevitable fracaso del constitucionalismo. Es lo que va de la política constitucional a la política de la ideología, de gestionar la comunidad a pretender la felicidad perenne para todos. Negaba la dicotomía entre la culpa total de Occidente y la inocencia del mundo árabe. A contracorriente, defendía la fluidez de identidades que –según la evidencia poscolonial– hacía del principio de autodeterminación un elemento de desorden. Lo que no sabía es que a posteriori alguien iba a inventar el inefable derecho a decidir. Faltaba esa penúltima peripecia de Ubú Rey.