La exigencia de una mediación internacional es un recurso habitual de Carles Puigdemont que tiene tantas probabilidades de ser aceptada por el gobierno central como la comparecencia del Rey como testigo en el juicio del procés. Ninguna. Como nula es la posibilidad de poder declarar la independencia con el 50% de los catalanes en contra, tal como defendió Andreu Mas Colell en un artículo reciente, auténtico regalo de Reyes para soberanistas moderados, entre los que no se cuentan ni el expresidente ni el actual presidente de la Generalitat. Pedir lo que no puede ser como condición para sentarse a negociar, sabiendo que tal probabilidad no existe, es una manera facilona de asegurarse que tal negociación o diálogo no se vaya a producir.
Puigdemont no puede estar interesado, objetivamente, en el desarrollo de un diálogo para abordar el futuro de Cataluña en España. Esto y no otra cosa es lo que puede ofrecer el gobierno de Pedro Sánchez ahora y más adelante. Y en estos parámetros autonómicos/constitucionales no hay solución alguna para la propuesta política del expresidente ni para su situación personal y judicial. Por eso, sus condiciones para establecer un mesa de negociación siempre son inasumibles para un gobierno constitucional. Su interés real en que prosperen unas conversaciones con hipótesis de trabajo realistas es cero.
A él le gustaría hablar de su retorno a Barcelona como presidente legítimo, con el compromiso del Estado de autorizar la celebración de un referéndum de autodeterminación, o, mejor todavía, ser el protagonista de una negociación con el Gobierno ante la presencia de un emisario de la ONU o un representante de la Unión Europea para acordar la materialización de la república nacida (a su juicio) en octubre de 2017. Sin embargo, el sueño de Waterloo es solo eso, un sueño.
Cada vez que un conseller o consellera se reúne con un ministro o ministra para tratar de las cosas de este mundo (inversiones, compromisos presupuestarios pendientes, retiradas de recursos); cada vez que algún dirigente independentista apela a la necesidad de mantener vivo el diálogo cueste lo que cueste, a Puigdemont le supone un disgusto, porque le despierta de su sueño, el que le mantiene vivo en su día a día en el refugio belga. Una cárcel sin barrotes, una prisión emocional y psicológica con mucha menos épica y reconocimiento político que la de Lledoners.
Puigdemont, en todo caso, no sueña solo. Otros y otras que duermen en Cataluña sueñan lo mismo. Es difícil saber cuántos compañeros y compañeras de procés comparten todavía este enfoque de la negociación imposible. En este contexto, la duda sobre qué hacer con la tramitación de los presupuestos de Sánchez es solo un episodio circunstancial; al día siguiente del muy previsible fracaso del PSOE en obtener el voto de PDeCAT y ERC, las cosas seguirán igual. Pedro Sánchez insistirá en el diálogo (no tiene otra opción para desinflamar el conflicto) y los dirigentes independentistas mantendrán su interés por hablar con sus condiciones habituales, una simple formalidad para no romper el cántaro. Lo único transcendente ahora es el resultado del juicio. Y esto está en manos del Supremo.