La balcanización de las mentes conduce, irremediablemente, a la destrucción de la concordia, ese fruto inexistente en nuestra vida política. Las vísperas del 21D, que debería ser un día normal, han estado marcadas por intensos tambores de guerra. Procedentes en primer lugar de los independentistas batasunos, encerrados en una espiral demencial que terminará devorando al propio movimiento separatista. Y avivadas en segundo término por Torra y Cía con la generosa gasolina del delirio tribal y el ayuno victimista.
Cabría preguntarse si existen diferencias entre ambas orillas o son básicamente la misma. La apariencia dice que se trata de hermanos siameses, unidos a la manera vasca: unos agitan el árbol; otros recogen las nueces. Pero también hay quien piensa que en realidad se trata de otro fenómeno distinto: las llamadas bases podrían haber desbordado definitivamente los diques (permeables) con los que sus intermediarios sustentaban su poder de embajadores de la causa, independizándose de los independentistas oficiales. Toda una paradoja.
Como cualquier movimiento dogmático, el nacionalismo designa a sus mártires e inventa sus provocaciones. En este caso un hecho tan vulgar como que el Gobierno de España vaya a reunirse en Barcelona. Se trata, obviamente, de una batalla simbólica. Por eso es extraordinariamente peligrosa: puede terminar incendiando las calles, que es lo que desean algunos napoleoncitos desde su dorado exilio. Están jugando con fuego. Y pueden quemarnos a todos.
Torra, tras proponer una vía violenta –la eslovena– para consumar la independencia que su patrón no se atrevió a aplicar en su día, intenta travestir la cita de Barcelona como un encuentro bilateral. Moncloa, posiblemente deseando decir sí, ha terminado enunciando un no ambiguo. Los equilibrios, tras el intenso terremoto político en Andalucía, son gestos huérfanos. Las apelaciones al diálogo deben considerarse expresiones hueras. Sencillamente no es posible hablar de nada con quienes creen que el fin justifica todos los medios.
El Gobierno puede encontrarse el 21D cercado en la Llotja de Mar por una horda de banderas amarillas dispuestas a tomar esa plaza como propia, en un ensayo de república popular más norcoreana que catalana. Si ocurriese, se repetirán las escenas de violencia del referéndum-pantomima; si hay heridos, crecerá la lista de héroes; y si se producen detenidos muchos volverán a hablar con satisfacción de represión. Nihil novum sub sole. Cualquier desgracia les sirve para mantener una tensión interesada que no va a solucionar ni uno solo de los verdaderos problemas de los ciudadanos.
Nadie concreta qué hay que negociar. En realidad, ni hay asunto ni voluntad. Tampoco existe realmente alguien con quien hacerlo. Si los líderes independentistas han perdido de verdad el control de sus huestes, esto significa que no existe un interlocutor válido al otro lado de la mesa. Salvo que se pretenda negociar con una horda encendida, dando por buena la tesis de la ANC de que una algarada callejera es equivalente a un parlamento.
Son razones más que suficientes para dejar de hacer el tonto, como Zapatero, ese prodigio político que ahora reaparece –igual que Aznar– para defender doctrinas que en su día no se aplicaron a sí mismos. El problema no es hablar. Se trata de otra cosa: Cataluña está atrapada entre el totalitarismo de sus libertadores y la ingenuidad de un PSOE que intenta sostener –en el vacío– un diálogo inviable no por voluntad, sino por los hechos, que muestran cómo la mano tendida no encuentra sino el desprecio supremacista de los que quieren mantenerse en la cima del tsunami que ellos mismos han provocado.
Un terremoto marino no distingue nunca a sus víctimas. Mata por igual: a ricos y a pobres, a personas y a animales. Del 21D no va a salir una república eslovena en el Noreste de las Españas. Lo que emergerá, de nuevo, es una Cataluña maltratada por quienes aseguran ser sus salvadores.