La frase del título de esta columna no es mía. Se la he tomado prestada al Capità Enciam (Capitán Lechuga), olvidado personaje de un programa infantil de TV3 que la tenía como lema.

El Capità Enciam iba vestido de superhéroe y aleccionaba a los tiernos infantes catalanes sobre la necesidad de no ensuciar pueblos y ciudades, reciclar la basura y cosas así. Al final de cada capítulo decía lo de que los pequeños cambios son poderosos y desaparecía hasta la semana que viene. Hasta que desapareció de manera definitiva porque incluso los niños se daban cuenta de que era un pelmazo, un brasas sin gracia alguna y un listillo pesadísimo. Pero su espíritu sigue vivo entre nosotros y sale a relucir cada vez que nos da por montar un pedazo de polémica sobre cosas que a mí y muchos más se nos antojan menores y escasamente dignas de atención.

Ahora vivimos una de esas polémicas que a uno le parecen absurdas: la del cambio horario, iniciativa que se pone en marcha dos veces al año con la excusa del ahorro energético y que, según algunos, no solo ahorra una cantidad ínfima de energía, sino que causa a los ciudadanos unos perjuicios de consecuencias tan terribles como no suficientemente explicadas hasta el momento.

Hay grupos de estudio sobre el cambio horario como los hay sobre el jet lag o la (supuesta) necesidad de que los españoles adelantemos las horas de comer y cenar. No negaré que en un mundo en el que uno entra en un consulado de su país y lo descuartizan, preocuparse por esas cosas tiene un punto entrañable, pero se trata de temas a los que no consigo verles la importancia. Igual habita un calzonazos dentro de mí, pero si me dicen que adelante el reloj lo adelanto y si me dicen que lo retrase, lo retraso. Un día al año duermo una hora menos y otro, una hora más. Y santas pascuas. Ahí se acaba mi compromiso con el tema. Algo parecido puedo decir del jet lag: sí, llego a Nueva York un pelín atontolinado, pero en cosa de un día se me ha pasado el estupor y me he enganchado al ritmo local.

En cuanto a los beneficios de comer a la una y cenar a las ocho, ¿pues qué quieren que les diga? Ya lo hago en el extranjero sin quejarme, pero cuando vuelvo a casa, recupero mis horarios tradicionales. Fin de la historia.

Menos mal que hay almas buenas que se preocupan por mí, que debo estar caminando hacia una muerte prematura sin ser consciente de ello. El cambio de hora dos veces al año me está alterando el sueño --aunque a mí no me lo parezca--, el jet lag es un peligro claro e inminente de algo muy gordo --aunque yo no me de cuenta-- y comer a las dos y cenar a las nueve me está matando lentamente. Gracias a los herederos espirituales del Capità Enciam, vivo sometido a unos riesgos de los que yo, en mi inconsciencia, no me percataba.

Les doy las gracias a todos, en especial a un político catalán, Fabián Mohedano, que ha convertido lo de los horarios del papeo en una cruzada. Lo cual no quita para que siga pensando, desde mi reticencia a reconocer que los pequeños cambios son poderosos, que lo que realmente me preocupa de este mundo es la posibilidad de que entres en el consulado de tu país en una ciudad extranjera y te descuarticen. Insensible que es uno.