Cuenta Cervantes en La Ilustre fregona que para ser un buen pícaro había que hacer carrera. Su Carriazo había pasado “por todos los grados de pícaro hasta que se graduó en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterrae de la picaresca”. A este precioso lugar de la costa gaditana acudían todo tipo de expresos y delincuentes a ganarse la vida con la pesca del atún. “Allí campea la libertad y luce el trabajo”, escribió Cervantes. Así era, porque después de su durísima jornada se iban de cachondeo, es decir, atravesaban el río Cachón en busca de momentos más generosos en todos los sentidos.
Si comparamos nuestro tiempo con aquéllos, tan lejanos como poco conocidos, todo parece haber cambiado. Entonces los pícaros eran individuos de baja condición con una astucia y un ingenio extraordinarios para sobrevivir, sus trampas y su desvergüenza eran imprescindibles si querían sortear el hambre y una condena. Ellos sabían mejor que nadie que la prisión en sí no era considerada como una pena en el discurso jurídico y en la práctica judicial, salvo para delitos pequeños o de forma cautelar. La permanencia en la cárcel se tenía como un tránsito a la espera del cumplimiento de la pena asignada, aunque la prolongación de la estancia podía llegar a ser abrumadora. Antes del siglo XIX, privar de la libertad a un condenado no se estimaba como pena suficiente para castigar a un delincuente.
Pese a todo, existió una conciencia de que la prisión carcelaria suponía mucho más que una angustiosa sala de espera, porque todo tenía un precio para quien podía pagarlo. En aquella época, hasta que llegase el juicio, los presos debían mantenerse con sus propios recursos y a los que no les alcanzaba ni para comer vivían de la caridad y de los donativos de amigos y parientes. En la cárcel el pícaro terminaba por perfeccionar su habilidad para sobrevivir.
¿Hubo pícaros en la Cataluña de los siglos XVI y XVII? No se conoce versión literaria en catalán de la picaresca castellana, de ahí que en esta lengua no exista la palabra pícaro, ni siquiera como castellanismo. Se puede recurrir a algunos términos con cierta sinonimia (picardiós, murri, astut, etc.) pero ninguno corresponde stricto sensu al pícaro superviviente y listo. De cualquier modo, es innegable que ha habido pícaros y picaresca en Cataluña y que, desde los años 80 del siglo XX hasta el golpe de septiembre de 2017, ha alcanzado su máxima expresión. Los políticos catalanistas se han jactado en privado de su comportamiento picaresco con el que han engañado una y otra vez a los acomplejados políticos españoles. Gestos y actitudes que recuerdan a los de los pícaros esportilleros, aquellos mozos que ayudaban a transportar algún condumio mientras sisaban una parte importante de lo que acarreaban, y siempre con habilidad y astucia. Que fue Pujol sino el mejor pícaro de cuántos ha tenido Cataluña y buena parte del resto de España. Artur Mas perdió la habilidad del pícaro, y creyó que podía hacer gala de su desvergüenza si la calificaba de astucia. Su fracaso dejó en paños menores a la picaresca política catalana e, incluso, todo apuntaba que con Puigdemont o con Torra ya no era ni útil como táctica política. Qué equivocación más grande.
Un detalle léxico. Aunque no se incluye el término “pícaro” en los diccionarios de la lengua catalana, sí se reconoce la palabra “picaresc”, aceptada como castellanismo, que según el IEC tiene como única acepción aquel comportamiento caracterizado “per una dolenteria que fa certa gràcia”. Resulta sorprendente que, siendo un castellanismo, este significado no tenga correspondencia en el diccionario de la RAE, donde no se reconoce que picaresca sea una travesura o una maldad que genere diversión alguna. Luego la gran diferencia entre la picaresca catalana y la castellana, es que la primera actúa con mala intención pero deleitando al auditorio. Ciertamente, es así como han actuado los políticos independentistas para su grey. Esa es también la esencia del humor fanático de Polònia. Pero ha sido la delirante peregrinación al santuario de Lledoners en busca del taumatúrgico Junqueras la que ha puesto en evidencia cuánto de picaresca queda aún en la política catalana, y cómo de ingenua es la izquierda española, algunos sindicalistas y unos pocos empresarios.
Vista las procesiones y demás exaltaciones, parece que el líder republicanista prefiere tener su despacho en una funcional y entretenida cárcel catalana que en una cómoda mansión belga. La razón de esa predilección ya la adelantó Cervantes. Lo importante para el pícaro no es el lugar, sino que después del trabajo y del cachondeo duerma tranquilo, eso sí, vigilado por los suyos: “Pero toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que la amarga, y es no poder dormir sueño seguro, sin el temor de que en un instante los trasladan de Zahara a Berbería. Por esto, las noches se recogen a unas torres de la marina, y tienen sus atajadores y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los suyos”. Aquellos que aún no saben cómo acabar con el desvergonzado cachondeo de esta picaresca en Lledoners que continúen leyendo la novela ejemplar de Cervantes y encontrarán la solución.