Andalucía se ha convertido en el campo de pruebas de la política nacional. Un laboratorio que sirve a las élites para confirmar sobre el terreno los sondeos electorales y analizar tendencias. Y una condena recurrente para sus ciudadanos, que son convocados por intereses partidarios a unas urnas que no van a arreglar ni uno de los problemas estructurales de la región, empezando por el paro, siguiendo por la precarización y continuando por la dependencia y la pobreza. Tres años después, la historia se repite. Si en 2015 el Sur fue el primer territorio donde se libró el pulso entre el bipartidismo decadente --PSOE-PP-- y las entonces fuerzas emergentes (Podemos y Cs), que parecían llegar para abrir una nueva etapa en la democracia española, probablemente dentro de unos meses de Andalucía salga también la foto del nuevo mapa político, condicionado por la ausencia de mayorías y la fragmentación parlamentaria.
El combate entre bipartidismo y emergentes terminó hace tres años con el mismo resultado que si no hubiera habido batalla: con el PSOE gobernando con una mayoría que no consiguió en las urnas --Susana Díaz no logró los votos suficientes para ser investida-- pero que ha venido aplicando de facto gracias a dos factores: la bisoñez de los nuevos diputados --especialmente de Podemos-- y el apoyo estable de Ciudadanos (Cs), que este fin de semana ha oficializado lo que ya se esperaba, que es la escenificación de la ruptura del pacto parlamentario que garantizaba a Su Peronísima gobernar a la manera de los antiguos reyes feudales, a capricho.
La decisión de Cs, que nada tiene que ver con Andalucía, no es ninguna sorpresa. Desde hace un año todos los actores del tablero político sabían que habría adelanto electoral. La única duda era saber cuándo y, sobre todo, cómo justificarían los socialistas el punto y final de la mayoría que les ha permitido seguir gobernando sin un verdadero control de índole parlamentaria. Toda una paradoja si se tiene en cuenta que la suma de votos de la oposición en las Cinco Llagas –sede de la cámara legislativa– es superior a la que administra Díaz. Al final no ha hecho ni falta: Cs, en un último acto de servilismo, ha decidido ahorrarle a la presidenta hasta el desgaste de adelantar (por segunda vez) los comicios, que es lo que probablemente haga –salvo sorpresa mayúscula– en semanas. No se puede por tanto hablar de ruptura del pacto PSOE-Cs, sino de un último acuerdo (pactado en secreto) para simular un divorcio que ni es real ni probablemente sea muy duradero.
Andalucía es la gran anomalía de Cs. El espacio político donde su discurso se derrumba. Básicamente porque los hechos demuestran que la organización que lidera Rivera es capaz (como cualquier otra fuerza política) de hacer exactamente lo contrario de lo que promete al electorado. En Andalucía esta paradoja es además doble: Cs, que desde que nació ha abogado por reconducir el Estado de las autonomías y ha enarbolado la bandera de la regeneración democrática, en Andalucía, en estos tres años, no ha hecho ni lo primero ni tampoco lo segundo.
La organización naranja, que celebró hace semanas unas primarias exprés para que su portavoz parlamentario, Juan Marín, volviera a ser designado cabeza de cartel, ha justificado oficialmente el final de su acuerdo con el PSOE por el incumplimiento del pacto rubricado en 2015. Su argumentario cuenta que los socialistas se negaban a suprimir los aforamientos autonómicos y a cambiar la ley electoral andaluza, extremos incluidos en el acuerdo parlamentario que permitió a Susana Díaz ser investida. Como siempre, la peor de las mentiras –y ésta lo es con todas las letras– es una media verdad. Los socialistas no estaban dispuestos a cumplir ni esta parte del pacto ni ninguna otra. Nada nuevo.
Así ha sido desde hace tres años. Y a esta actitud prepotente ha contribuido desde el primer día Cs. Gracias a su apoyo los socialistas lograron controlar la mesa del Parlamento andaluz, desplazando a una oposición a la que las urnas le habían dado la mayoría. Con su respaldo liquidaron –sin consecuencias– las comisiones de investigación sobre los ERE y el fraude millonario en los cursos de formación. Y con su anuencia los socialistas han incumplido la ley, y el mínimo decoro democrático, al impedir que en los órganos de gobierno y representación de organismos clave –Cámara de Cuentas, Canal Sur, Consejo Audiovisual– estén representados todos los grupos políticos.
La legislatura andaluza, cuyo saldo es inexistente porque durante más de dos años toda la política regional estuvo condicionada por las primarias del PSOE federal, incluido el golpe de Estado de Ferraz, y el enfrentamiento entre la Reina de la Marisma y Pedro Sánchez, termina sin que ni en el órgano oficial de control de la administración ni en el principal aparato de propaganda autonómico, que es Canal Sur –sin contar los periódicos, radios, webs y televisiones privados alimentados gracias a la publicidad institucional–, se haya aplicado el mandato de los electores.
Cs no ha hecho nada por revertir esta situación (tampoco el PP ha tenido el menor interés porque es parte del sistema), de la misma forma que ha dado cobertura parlamentaria constante a un PSOE que, lejos de acometer una regeneración interna, ha consolidado su política clientelar, de la que se benefician infinitas empresas, ayuntamientos, entidades sociales, sindicatos, patronales, agrupaciones civiles, cofradías y hasta artistas flamencos. En los 36 años de gobierno socialista de Andalucía nunca el PSOE contó con un socio tan cómodo como Cs. Sus diputados ni han ocupado puestos en el Gobierno –lo que permitía a los socialistas consolidar la politización de la administración, una práctica secular–, ni han condicionado las votaciones parlamentarias.
Tampoco han cambiado sustancialmente la orientación de los presupuestos autonómicos, que siguen elaborándose con la prioridad de nutrir la red de pesebristas socialistas, que es ecuménica. El único logro de Cs en estos años de cohabitación cordial con los socialistas andaluces es una simple bonificación del impuesto de sucesiones. Marín, el portavoz naranja en Andalucía, la vende como la supresión definitiva del impuesto, cuando lo cierto es que la reducción tributaria sobre las herencias se extinguirá en unos meses, cuando termine la vigencia del presupuesto de 2018. El nuevo Gobierno que salga de las urnas puede volver a restituir el tributo sin ningún problema.
El saldo político de Cs en Andalucía es, por tanto, contradictorio. No sólo por estos hechos, sino fundamentalmente desde el punto de vista conceptual. La organización naranja ganó las últimas elecciones en Cataluña por sumar todo el voto constitucionalista, contrario a la patrimonialización de las instituciones, las banderas y la manipulación de la identidad que el nacionalismo viene ejecutando con precisión casi científica desde hace décadas.
En el Sur, sin embargo, ha contribuido como nadie antes a consolidar estos mismos usos y costumbres. La única diferencia entre los socialistas andaluces y los nacionalistas catalanes es que los primeros, que desde los años ochenta representan una forma difusa de nacionalismo meridional, más fenicio que esencialista, pregonan el falso igualitarismo del peronismo rociero en lugar de la segregación que ambiciona el independentismo. Nada más. En todo lo demás –el obsceno uso de las instituciones en su beneficio, el saqueo del presupuesto, los recortes sociales y la corrupción– los susánidas son una copia (sonriente) de quienes piensan que un determinado territorio (y sus gentes) les pertenecen por derecho natural.