La reciente proliferación de ratas en Barcelona se presta a una interpretación metafórica de una ciudad en la que parece que no hay nadie al mando. Las ratas tienen esa capacidad entre intimidatoria y apocalíptica, como si lo siguiente fuese ver aparecer a Godzilla por la Diagonal machacando todo lo que encuentra a su paso. Y es que llueve sobre mojado. La gente empieza a estar un poco harta de la inseguridad, del incivismo, de los okupas, de los narcopisos y de todas esas cosas que contribuyen a dar la sensación de que el ayuntamiento, el gobierno autónomo o ambos no acaban de hacer bien su trabajo. En semejante tesitura, la aparición de las ratas lo hace todo más ominoso y desagradable.
La banda de Colau y Pisarello ha ofrecido una explicación sorprendente: al parecer, antes se usaba en las campañas de desratización un compuesto químico que asesinaba ratas a cascoporro, pero que no se utilizó en la última andanada contra los asquerosos bicharracos. Lo que no nos han dicho es por qué dejó de utilizarse, a no ser que alguna lumbrera municipal llegara a la conclusión de que la sustancia criminal era el equivalente químico de las concertinas de Ceuta, que también podría ser. ¿No debería estarse localizando al responsable de esa medida --que diríase pensada para los votantes más demenciales del PACMA-- en vistas a despedirlo ipso facto y sin finiquito, para luego llevarlo a juicio por influir negativamente en la calidad de vida de los barceloneses? ¿Por qué se aprobó esa medida suicida? ¿No creen que alguien debería pagar por ella?
El ayuntamiento ha reconocido un incremento de la delincuencia, de la suciedad, del incivismo y, en suma, de la degradación de la ciudad. Y cuando ya no sabe qué decir, le echa la culpa a la Generalitat, que, a su vez, se quita el muerto de encima y se lo vuelve a endilgar a los pisarellos. El mensaje, quiero creer que inconsciente, que ambas instituciones envían a la población es que tampoco hay para tanto, que hay que ver cómo se pone la gente por unas meadas, unas tanganas a navajazos y unas ratas circulando tan tranquilas por ahí, sin molestar a nadie. ¡Pero si Barcelona es una ciudad de acogida! Que esa acogida incluya a ladrones, narcotraficantes, borrachos ostentosos de todo el mundo y ratas expulsadas de sus lugares de origen por gobernantes insensibles que utilizan sustancias letales contra ellas demuestra, en realidad, que Barcelona es un ejemplo para todos los intolerantes de este mundo.
Lo cual no quita para que muchos barceloneses egoístas e insolidarios tengan la impresión --fascista, claro está-- de que nos estamos yendo al carajo.