El concepto de burguesía canija quedó fijado en la fragilidad de su misma marca. Y casi cada año por estas fechas, se rememoran sus coordenadas, cuando nos preguntamos: ¿qué hace la burguesía catalana ante el descalabro de la nación llevada hacia el precipicio? El sujeto es demasiado amplio, porque bajo el umbral de burguesía caben miles de matices, aunque su pista nos conduce a una sola abstracción útil: la clase dirigente, en el sentido de Vicens Vives. El historiador espoleó el concepto al sentirse protagonista junto a un grupo de jóvenes despiertos del medio siglo XX, como Carlos Ferrer Salat, Joan Mas Cantí, Carlos Güell y pocos más integrantes de lo que Jordi Pujol resumió como la "molt alta burgesia". Dejemos el despiste historicista del expresident que le ha acompañado toda su vida, especialmente entonces cuando el honorable pergeñaba su ópera prima, Dels turons a l'altra banda del riu, un libro gandhiano, un descenso al corazón de la patria, un viaje iniciático parecido a la marcha del té del mismo Mahatma.
La reunión anual del Cercle d'Economia en Sitges aguijonea nuestros estados de ánimo. Será que estamos vivos. Sitges concentra durante unas horas al mundo empresarial y a sus intérpretes más conspicuos; es el escenario de la actividad visual; se nos permite mirarnos durante horas sin llegar a hablarnos necesariamente. Hablar de economía siguiendo las elocuentes ponencias de los protagonistas de la vida institucional que desatan miles de preguntas flotando sobre un encuentro que nos hace a todos más intensos. Pero la mancha se impone al rostro y esto es peligroso en este próximo puente mayo-junio, cuando la mercancía ha dejado de ser guardiana para convertirse de nuevo en bien escaso.
La economía catalana revela una caída silenciosa; solo lo notaremos cuando se caigan los índices, aunque entonces será demasiado tarde porque, sin advertirlo, habremos traspasado el umbral del miedo. Todo ello sin que ninguna burguesía, ¡ni siquiera la nuestra, la de casa, señor Manuel Valls!, haya hecho nada para evitarlo. El germen de la revolución del vapor hizo de Cataluña una nación densa y estética, pero contemplativa ante el peligro.
¿Quién abofeteará dialécticamente a Quim Torra este fin de semana en Sitges? ¿Por qué, en un momento tan trascendente, el industrial de tercera o cuarta generación baja los brazos incapaz de contener la avalancha antieconómica del espacio público dominado por las hordas indepes? El hereu se mece en el va de soi y el mánager se hace misántropo. Este segundo se esconde en el tejido grisáceo del tedio pensando "todo esto no es mío ni lo será", como le ocurre al consumidor frustrado frente a los escaparates de Champs Elysées, en la ciudad de la luz, o al flaneur puesto de perfil ante las tiendas acristaladas de Paseo de Gracia. No cuenten con el factor subjetivo para esta revolución pendiente de las conductas heroicas. Frente a los tanques cargados de fake news y las células de jóvenes bávaros con cruces amarillas, no hay respuesta civilizada, como no sea la de los académicos de chambergo que venden su análisis al mejor postor; si reina el silencio, oiréis el contrabajo de les bourgeois c'est comme le cochons, que cantaba Jacques Brel.
Cuando la burguesía fue canija, aparecieron profesionales de gran altura, como Duran Farell, Josep Vilarasau, Isidre Fainé, Pepe Daurella, Francisco Godia o Samaranch, entre otros, para llevar a buen puerto los transatlánticos del siglo XX (Gas Natural, La Caixa, Abertis, etc). Ahora, cuesta sacar la cabeza de la trinchera mientras hacen guardia los pacos (francotiradores republicanos), que no matan pero sí señalan a los que no comulgan con el pensamiento único de Puigdemont. El expresident anda cazando por las Europas, como aquel Tartarín de Tarascón que volvió de un safari con la piel de un león comprada en una aldea turística del Kilimanjaro.
A los catalanes pota blava, que pretenden fundar un nuevo corpus semántico y fundamentar sobre él un Estado, los líderes de la economía deberían desenmascararlos, sin esperar a que lo hagan otros políticos (el PSC, Cs, los comuns o el PP) o funcionarios, como las cúpulas de Fomento y la Cámara de Comercio. No lo harán porque le han visto las fauces al león y además creen que la argamasa judicialista en descomposición, arrumbada por Rajoy en cualquier sala de banderas de su partido, acabará funcionando. "El soberanismo pretende alterar la soberanía de un Estado moderno para fundar otro Estado moderno. Pero esto no quiere decir que no quepa considerarlo como un intento de putsch, porque la técnica del golpe de Estado es políticamente aséptica: únicamente nos dice cómo se conquista el poder, no qué hacer con él", escribe Pau Luque en La secesión en los dominios del lobo, un libro inteligente de inmediata aparición.
De lo que quieren los que quieren el poder siempre nos enteramos demasiado tarde. Son una minoría ultraísta, como los poetas adjetivadores que solo rendían culto al sustantivo; pero son una minoría poderosa, porque habla desde el corazón y el bolsillo, aunque lo haga con la voz impostada del mártir sin martirio. Lo piensan así: "Resulta que me he saltado la ley y me han metido dentro los que mueven los hilos del Estado, réplica del aparato franquista". ¡Qué bestialidad! ¡Qué zarandeo más infértil!
Esta impotencia catalana ante la acción explica la vieja enemistad entre el Estado y sus aparatos ideológicos desparramados dentro de la sociedad (la escuela, la religión, los partidos, la familia...). Quien manda no necesita la razón, pero el poder ha dejado de ser arbitrario y le toca elegir entre dos padres: el autoritarismo o la deliberación. Hoy, lo que no se tiene se aprende, si se quiere aprender. El catalanismo de primera hora se ha teñido con Torra de tintes decadentes. Su camarilla invocará muy pronto al social patriotismo. ¿Donde están nuestros burgueses? ¿Dónde paran los Buddenbrook, Aschenbach o Leverkühn, los industriales nacidos de la pluma de Thomas Mann, que fueron rescatados de la noche wagneriana? Sus inspiradores, fundadores de la Economía Social de Mercado, perviven allí. ¿Y aquí?