Tras la detención de Carles Puigdemont en Alemania y su rápida puesta en libertad condicional, por dictamen de un tribunal que se metió en camisa de once varas al enjuiciar un golpe de Estado ajeno --más allá de limitarse a establecer paralelismos entre el delito de rebelión y el de alta traición--, el concepto de violencia ha pasado a ser objeto de un encendido debate en periódicos, tertulias y foros a lo largo de las dos últimas semanas. Como en toda controversia en la que vísceras y genitales acaban pesando tanto o más que la lógica, parece que no hay manera de reconciliar posturas. Según el punto de vista alemán --permítanme caricaturizarlo--, aunque tras la DUI se hubieran lanzado misiles, napalm y granadas, y se hubieran achicharrado hasta los pollos, lo ocurrido aquí no debería ser entendido como la violencia que una alta traición o rebelión como Dios manda requiere, porque España ha salido incólume (es un decir, claro) de la intentona sediciosa.
¿No les parece que debemos revisar urgentemente el concepto enquistado que tenemos de violencia? ¿A santo de qué establecemos grados, intensidades, agravantes o atenuantes, que sirvan para condenar o legitimar su uso y disfrute? ¿No les parece un sinsentido, algo deleznable? ¿Justificamos la violencia cuando la ejercemos nosotros pero no cuando la emplean ellos? La violencia es violencia siempre, aquí y en cualquier parte, y no caben ni medias tintas, ni matices ni buscarle tres pies al gato. Sólo los Estados tienen derecho al uso de la fuerza a la hora de preservar el orden social, el marco de convivencia, en casos de extrema gravedad. Esa prerrogativa enojaba sobremanera al filósofo alemán Max Stirner, que se preguntaba: “¿Por qué en manos del Estado el uso de la fuerza es considerado derecho y en manos del individuo es llamado crimen?”.
Según Alemania, aunque tras la DUI se hubieran lanzado misiles, napalm y granadas, lo ocurrido no debería ser entendido como la violencia que una alta traición o rebelión como Dios manda requiere, porque España ha salido incólume de la intentona sediciosa
Es así. Puede sonar duro, pero no hay otro modo de ponerle puertas a la jungla cuando avanza dispuesta a devorar el jardín, o cuando en el seno de sociedades modernas, democráticas, se pretende dinamitar, subvertir, el marco constitucional y el Estado de derecho desde las mismas instituciones. Sin ley, sin reglas, sin tablero de juego, volveríamos en dos días a la lex talionis judía, a la vendetta draconiana griega, o a la Blutrache o justicia de sangre germánica. Lamentablemente en la espiral evolutiva los seres humanos seguimos estando más cerca del simio que del ángel.
Ilustrada la salvedad, todo tipo de violencia es siempre condenable y debe ser rechazada por sistema. Tan inadmisible y punible es el que un grupúsculo de extrema derecha irrumpa en un acto independentista en Madrid, propinando golpes, como que unos cuantos nacionalistas sin cerebro apalicen a unas muchachas que sólo reparten propaganda de la selección española de fútbol en Barcelona. Pero hay más, mucho más: nos equivocaremos y cometeremos un error monumental si nos empeñamos en entenderla sólo como algo físico. La violencia psicológica, emocional, es tan peligrosa, delictiva y repudiable como la física. Y en ese punto clave, el independentismo catalán debería hacer acto de contrición, dejarse de mentiras, eufemismos y florecillas de plástico reciclado, y reconocer que desde hace muchos años se comporta como una fiera corrupia, como un ente colectivo fanatizado, al servicio de una causa totalitaria que en el fondo y en la forma no se distingue en absoluto de la metodología y práxis fascista.
¿No es crueldad orwelliana falsear la historia, manipular la educación y los medios de comunicación con el propósito de formar a nuevas generaciones en el odio?
¿No es violencia pura y dura escarnecer públicamente a familias que solicitan horas adicionales de español para sus hijos, hasta marginarlos y expulsarlos? ¿No es vandalismo propio de matones apedrear sedes de partidos políticos y redacciones de medios digitales, como el que ahora lees, por no rendir pleitesía al sagrado becerro de oro oficial? ¿No supone insoportable coerción ocupar el espacio común inundándolo de esteladas, pancartas y lazos, a fin de intimidar por aplastamiento visual a los que son tildados a todas horas de ser malos catalanes? ¿No es una agresión intolerable conducir a una sociedad que vivía en paz hasta lo irreconciliable? ¿No es crueldad orwelliana falsear la historia, manipular la educación y los medios de comunicación con el propósito de formar a nuevas generaciones en el odio? ¿No supone, en resumen, tropelía y ensañamiento negarle a un Estado democrático la capacidad de defenderse cuando es puesto contra las cuerdas, a base de pisotear leyes, Parlament, Estatut y Constitución, para acto seguido tildarlo ante los ojos del mundo de antidemocrático, represor y golpista? ¿Hay que ser muy cínico para obrar así, verdad?
Vivimos instalados permanentemente en la sinrazón, la incultura, el fanatismo y los inconfesables intereses de unos energúmenos que no merecen ni el aire que respiran. Que no vendan flores, pacifismo, hermandad ni falsos deseos de diálogo. Pero sobre todo que no insulten a nuestra inteligencia, preguntándose de forma retórica, mientras miran al cielo con expresión alelada y santurrona, dónde está la violencia que se les imputa.
Si es preciso les regalamos las gafas.