El pasado viernes, la comunidad china de Barcelona celebró el inicio del nuevo año, que para ellos no es el 2018, sino el 4716, lo que significa que llevan mucho más tiempo que nosotros, los occidentales, sabiendo quiénes son y cuánto hace que se arrastran por este valle de lágrimas. Lo hicieron con los tradicionales desfiles con mucho dragón y mucho figurante con ropa vistosa y como suelen hacerlo todo en nuestra querida ciudad: sin molestar a nadie.
A los chinos se les suele echar en cara que no se integran, que, vayan donde vayan, siguen ejerciendo de chino por los siglos de los siglos, como si eso fuese algo malo o censurable. A veces pienso que la integración está sobrevalorada. Al inmigrante, lo único que se le puede exigir es que no aporte tensiones propias a las del lugar donde se instala, que se sume a la comunidad que elija, siga sus reglas y se dedique a sus cosas. O sea, lo mismo que se le puede pedir a los nacidos en Barcelona. Si al inmigrante le da por hacerse del Barça, cantar Els segadors, meterse en política o sumarse al prusés, pues todo eso que se lleva, pero si prefiere seguir siendo lo que siempre fue, sin que ello constituya un incordio para la comunidad, y pague sus impuestos, pues que se sienta lo que quiera.
Unas comunidades de inmigrantes son más conflictivas que otras, y los chinos me parecen el colectivo menos conflictivo de Barcelona
A riesgo de que me acusen de xenofobia, diré que unas comunidades son más conflictivas que otras, y que los chinos me parecen el colectivo menos conflictivo de Barcelona. No montan células terroristas para volar la Sagrada Familia, ni llevan a la parienta disfrazada de mesa camilla. No pretenden convencernos de que su religión, caso de no ser agnósticos, es mejor que la nuestra. No montan tanganas a navajazos entre diferentes clanes del colectivo asiático. Hasta los que incurren en la delincuencia, lo hacen a costa de su propia gente, como esos miserables que montan talleres clandestinos de ropa o los mafiosos que extorsionan a sus compatriotas y a nadie más tras haberse desplazado de China a España. Si uno transita de noche por un barrio oscuro y se cruza con un chino, se tranquiliza ipso facto, lo que no sucede con los representantes de otras etnias. ¿Qué los chinos van a su bola? Probablemente, ¿pero a quién le importa? ¿Qué hay de punible en esa actitud? ¿Acaso preferiríamos tener que aguantar a los equivalentes asiáticos de Albano Dante Fachin y la monja Caram? Yo no, la verdad.
Como muestra de integración me basta con esos bares gallegos que pasan a manos de chinos y siguen sirviendo lo mismo que antes. Los hay que ni cambian la pizarra con las tapas del día. Los nuevos empleados dominan las empanadillas y el pulpo a feira en cuestión de días. Si eso no es integración, que baje Dios y lo vea.