Todo parece indicar que a Vladimir Putin --ese hombre que encadena mandatos intercambiando el cargo con un secuaz de una fidelidad a prueba de bombas-- se la pela la revolución de octubre de 1917, que este año cumple su centenario. Su colaboración a los fastos de la celebración ha sido escasa tirando a nula, y casi todo ha quedado en manos de esos ancianitos que hemos visto por la tele con el pecho cubierto de medallas y enarbolando retratos de Lenin, Stalin y demás serial killers patrióticos.
Su desinterés, de todos modos, no debe confundirse con la autocrítica. No es que al hombre le moleste, como a cualquier persona decente, que la revolución degenerara tanto y tan rápido en tan poco tiempo, hasta convertir el país en un inmenso cementerio. Tampoco es que se sienta culpable de la mala vida que el régimen soviético proporcionó a sus países vecinos. Ni de la inspiración que supuso para muchas naciones lejanas, en las que el dictador a las órdenes de los americanos fue suplantado por un tiranuelo supuestamente marxista. Lo suyo es, simplemente, puro desinterés por cosas que sucedieron hace cien años y que se le deben antojar meras antiguallas: Vladimir tiene su propia manera de amargarle la vida a la gente, dentro y fuera de sus fronteras, y las efemérides no son lo suyo: él vive en el presente.
La catadura moral de Putin no difiere gran cosa de la de Stalin, pero sus métodos son distintos y su anti europeísmo más radical. Habría que combatirle con sus mismas armas, y ya hay voces en la Unión Europea que lo reclaman
Y el presente es eminentemente tecnológico. Como el aparato militar está debilitado desde el hundimiento de la Unión Soviética, Vladimir recurre a los hackers para jorobar a los países extranjeros. Salvo alguna bravuconada como anexionarse Crimea o mostrarle su hostilidad a Ucrania, Vladimir prefiere chinchar a través de la informática, que le sale más barato y resulta más discreto y fácil de negar. Aunque las pruebas se acumulen: últimamente, se ha registrado la presencia de hackers rusos en las elecciones norteamericanas y de otros países; para demostrar que no se deja ni un cabo suelto, hasta la interferencia rusa se ha hecho notar en un caso tan bufo como el de la supuesta independencia catalana, y sin necesidad de reconocerlo tan a lo bestia como ha hecho Vladimir Zhirinovsky, que no se ha cortado un pelo al afirmar que todas las injerencias rusas destinadas a desestabilizar Europa forman parte de una venganza general contra nuestro continente por habernos cargado, según él, la Unión Soviética.
Vladimir Putin también nos tiene mucha manía. Aunque la revolución se la traiga al pairo, no ocurre lo mismo con aquella Unión Soviética que daba mucho más miedo que la actual Rusia. Su catadura moral no difiere gran cosa de la de Stalin, pero sus métodos son distintos y su anti europeísmo más radical. Habría que combatirle con sus mismas armas, y ya hay voces en la Unión Europea que lo reclaman. Parece que hay problemas de presupuesto, pero algún día habrá que resolverlos si no queremos seguir estando a merced del matón de Vladimir, ese liante.