El Rey habló poco y sin matices. Evitó comparecer con el uniforme de jefe de los ejércitos para no dramatizar más de la cuenta, ni emular a su padre; no utilizó el concepto del golpe de Estado porque no existe; no ofreció ningún consuelo a los indignados con su brutal policía, se mostró simple en el análisis de la crisis y determinado en la defensa del Estado de derecho. Tan determinado, como mínimo, como lo están los independentistas en mantener el pulso a este mismo Estado al que ya no consideran suyo. Tanta determinación asusta.
La Corona no ha dudado en dejar fuera del consenso del Estado a Podemos, que se dieron por enterados al minuto, y a una buena parte de la sociedad catalana, difícil de precisar. Seguramente, creerá que la estabilidad, el retorno al imperio de la ley y el paso del tiempo curará algunas heridas. Su majestad es optimista. En las próximas manifestaciones, la reclamación de la República española competirá en éxito con los eslóganes de defensa de la democracia y los de la independencia.
Tras las palabras del Rey, el Gobierno de las históricas instituciones catalanas está fuera de la legalidad y con él, el propio autogobierno. Un retorno precipitado a 1976, antes del regreso de Josep Tarradellas, aceptado por su padre sin ley a la que acogerse. Felipe VI ha enterrado por una temporada la esperanza del diálogo. No hay nada que hablar con la Generalitat por su parte, ni por parte del Gobierno de Rajoy, ni por Ciudadanos, ni por el PSOE, que aplaudió de inmediato las duras palabras reales que desautorizan su modesta iniciativa de la comisión de estudio en el Congreso. Como poco, aplazan la operatividad de dicha comisión, la condicionan a la recuperación de la "normalidad", en su versión constitucional.
Felipe VI ha enterrado por una temporada la esperanza del diálogo
El ultimátum real enfrenta a la Generalitat a una disyuntiva muy cruel: regreso a la legalidad o viaje al infierno. Algunos dirán, o al cielo del Estado propio, si se consolidara la declaración de independencia unilateral, o su versión light e ininteligible, una proclamación diferida para seguir con las leyes de desconexión, como si nada, cómo si se pudiera burlar a un Estado de derecho en guardia y dispuesto a soportar las recriminaciones internacionales por sus excesos, todo vaya a ser para salvaguardar su supuesta esencia unitarista.
El horizonte del todo o nada resulta horroroso, incógnito, peligroso, injusto. Sin embargo, no se intuye otra alternativa al rehusar la monarquía a ejercer un papel moderador, apostando solemnemente por el discurso y la estrategia del PP, y al mantener vivo el envite el gobierno de JxS, anclado en la capacidad de movilización popular demostrada hasta el momento.
Una hipotética mediación internacional para salir de este pozo cavado por actores de guion irreconciliable va a resultar inaceptable para el Estado (sería tanto como aceptar la condición de sujeto político de Cataluña), tan improbable como un ataque de moderación que permitiera al presidente Puigdemont convocar unas elecciones con el adorno histórico que venga al caso para respirar, ganar tiempo, capitalizar la indignación de la calle y proponer una nueva hoja de ruta adecuada la realidad y a la fuerza del Estado ya comprobada. Peor que en 1976.