Filantrocapitalismo. Esta idea encuadra a los nombres reunidos por el gran inversor Warren Buffett en “The Giving Pledge”: el listado de los más ricos del planeta, con Bill Gates (Microsoft) y Mark Zuckerberg (Facebook) —sin olvidar al gran Amancio Ortega— en primera línea, convencidos de que su privilegiada posición económica implica una responsabilidad con la sociedad. Los filántropos del siglo XXI, el de la desigualdad, invierten en ciencia, progreso, educación, sanidad y sectores desfavorecidos. Con la moral desconectada de la salvación y desarraigada de la fe, este grupo exclusivo de la élite planetaria revive la perspectiva luterana, que fue capaz de abrir dos corrientes bajo un tronco común: el utilitarismo y la filantropía.
Matthew Bishop (The Economist) y Michael Green se formularon esta pregunta aparentemente inocua: ¿cómo los ricos pueden salvar el mundo? Así amaneció la citada lista en la que se invitaba a los superpotentados a donar la mitad de sus fortunas. Y respondieron casi todos que sí.
Los filántropos aplican criterios de gestión empresarial para impulsar los cambios sociales con eficacia a través de fundaciones: “Las fundaciones detectan necesidades sociales y apuntan soluciones que los poderes públicos no siempre quieren asumir por impopulares o porque tienen otras prioridades más rentables electoralmente”, ha escrito en El Periódico Pere Fàbregas, experto en patronatos, exdirectivo de Gas Natural y versión lúcida de los problemas sociales, con más de una docena de libros de investigación a sus espaldas. Por el camino más corto, como aconsejó la navaja de Guillermo, Fàbregas abunda en el contraste: “Buena parte de los premios nobel de especialidades científicas (Medicina, Física y Química) se han formado en universidades privadas o en centros de investigación financiados por fundaciones creadas por filántropos”. Lo público no es bueno por definición.
El filantrocapitalismo conspira en el largo plazo; está poniendo en juego más gasolina que los estados. Es el futuro
Entre la pléyade de magnates hay coincidencias en la intención donante, pero no en el enfoque de fondo. La disparidad refleja la moral reformista del clero de Wurtemberg, el antecedente fundacional de los primeros mercados, sobre la huella analítica de Max Weber, recurso manido. Hoy, a la cabeza de los contenciosos se sitúan Bill Gates y Mark Zuckerberg, dos sensibilidades opuestas bajo un suelo común. Son la filia frente a la moral; la caridad frente a la obligación; la generosidad frente a la ética; la reforma frente a la revolución; la mejora frente a la subversión; la verdad frente al dogma. En resumen, Lutero contra Calvino, sin que ello quiera decir que ninguno de los dos comulgue en las respectivas iglesias oficiales.
Hace algunos meses, Gates buscaba mesa a deshoras en el Boca Grande del pasaje de la Concepció, mientras que Zuckerberg vibraba ante el auditorio del Mobile World Congress. Ambos han tocado el año del quinto centenario de la Reforma protestante, que se vive con especial interés en el norte de Europa, pero que no pasa desapercibido en Barcelona. En el Salón del Tinell, joya del gótico civil catalán, se puede ver hasta enero del próximo año la muestra “Imágenes para creer. Católicos y protestantes en Europa y Barcelona (XVI-XVIII)”, organizada por el Museo de Historia y coordinada por Antoni Gelonch, cuya colección particular ha aportado 156 piezas, algunas tan valiosas e inéditas como grabados de Durero, Rembrandt o Ribera. Todavía pesan las ataduras contrarreformistas del pasado. La muestra del Tinell ayuda a entender el eje del protestantismo y de su iconografía nunca vista; sus grabados y la irrupción de la imprenta, agitprop de la Reforma luterana, y de su contrario, el catolicismo ñoño de santoral que inundó Cataluña hasta la llegada del Concilio Vaticano II y de sus secuelas, como el cristianismo vernáculo.
En las redes sociales se está reviviendo ahora la vieja 'ruere in servitum', un espacio en el que los pueblos se precipitan voluntariamente y ofrendan ante el látigo que los subyuga
Nuestros grandes donantes de los años del vapor se lo entregaron todo a las órdenes religiosas; devolvieron a Roma el patrimonio incautado por la desamortización liberal de Mendizábal. Dorotea de Chopitea, devota de San Juan Bosco, expresó el punto más álgido de aquella donación pía (fondos del Banco de Barcelona y participaciones en bienes raíces de la Transatlántica o de la Compañía de Filipinas); mientras que al banquero y alcalde Manuel Girona le debemos la fachada gótica de la catedral. Hay un denso trayecto entre el carácter de la Casa de la Caritat (Dorotea) y los términos en los que, casi 200 años más tarde, la hija de Francesc Cambó ha donado la colección clásica del político regionalista al Museo de Arte Contemporáneo (MNAC). Entre medio, despunta la permuta de la Finca Güell (la entrega de terrenos por parte de los descendientes de Güell Bacigalupi) que hizo posible la alta Diagonal. Con todo, el cambio fue producto del urbanismo moderno basado en L’Eixample y en el art decó, cuya aplicación acabó con la hegemonía de la ciudad pietista acosada por la anarca Rosa de Fuego. A la luz de la modernidad, la cuadrícula central y sus motivos ornamentales son el antecedente claro que no parece comprender hoy el consistorio izquierdista de Colau.
“Tenemos que explorar ideas como la renta básica universal; vamos a reinventarnos”, dijo Zuckerberg en la lección inaugural del curso pasado, en Harvard. El padre de Facebook está a medio camino entre la generación X y los millennials, que se están incorporando a los mandos del mundo. Pero en el imaginario de los grandes emprendedores perviven los monstruos de la ideología. En las redes sociales se está reviviendo ahora la vieja ruere in servitum, un espacio en el que los pueblos se precipitan voluntariamente y ofrendan ante el látigo que los subyuga.
La nostalgia por una existencia libre de dudas (de pensamiento) facilita el mensaje de los profetas, donde sobrevive agazapado el impulso de Calvino. El anticristo ginebrino pudo con la fe romana y la elocuencia de sus sabios. Hoy, casi 500 años después de su muerte, inmersos en el universo digital dominante, pensamos así: la red te lo da todo y, como en el poema El gran inquisidor, de Dostoievski, ansiamos un mundo libre de interrogantes después de haber perdido el fuego que levantó el spleen de un tiempo de mudanzas.
Cuando Mark Zuckerberg comprometió 45.000 millones de dólares en educación y sanidad para que su hija viera algún día un mundo mejor, la respuesta de muchos desveló la lamentable criminalización de las donaciones en nuestro país: a saber de dónde habrá sacado tanto dinero este hombre. Pero el filantrocapitalismo no pestañeó, conspira en el largo plazo; está poniendo en juego más gasolina que los estados. Es el futuro.