Canícula. Rajoy se tira a la poza de Sanxenxo. Cubierto a media asta, se le reconoce por la barba cana y la cortinilla Anasagasti pegada al cráneo frontal. Se siente feliz con el deber cumplido. Ha sorteado la Gürtel y ha presentado un cuadro macroeconómico euforizante. El presidente se zambulle como aquel que zambulle a la nación entera para tomarse un respiro.
Y mientras media España se acurruca al borde de la poza, Cataluña despierta por el nordeste. Es un despertar feo, malhumorado, cargado de referencias históricas (la historia, esa gran falacia), de menestralías tristes, de notarios y registradores, de austracistas derrotados. Cadaqués abre el fuego veraniego en la Galería Mayoral, con Dalí, Miró o Picasso, nada menos, en una muestra comisariada por Vicenç Altaió. Ha empezado el verano metafórico de Marcel Duchamp sentado en un mimbre del Melitón, frente a la ensenada. En el despertar del mismo sueño, Miró es real y Dalí, puramente literario. Las vanguardias no bucean en la historia; hurgan en el inconsciente. Expresan una rebelión estética asumida un día por el país, pero muy alejada del despertar medieval que reclaman hoy algunos políticos. Estos últimos tratan todavía de derrotar a Cervera, la universidad tomista protegida por murallas ciclópeas, protectoras del Trivium y el Quadrivium, la referencia milenaria de unos reyes enterrados en la cripta de Poblet.
Felipe de Anjou asoló pudas y juderías; su descendiente, Felipe VI, habla de reconciliar el talión con el Derecho Romano. La recta razón es la Constitución de nuestros días, y los que no la acaten recibirán una “ráfaga de trigo y amapolas” (Los versos del capitán). Los óleos azul y rojo acunados en la Mayoral de Cadaqués custodian la vocación estética de un país luminoso. Allí se esconde estos días la memoria de Alexander Calder, Domínguez, Marc Chagall, Hamilton o Brossa. No es que pasen de la coyuntura política, es que no la advierten. La mirada del arte es universal, como las enormes cabezas blancas y los animales cilíndricos de Jaume Plensa. El gran escultor plasma caricias y emociones en contra del guirigay imperante del discurso político. Esculpe el silencio. Es un agitador de primer orden; su praxis es el bouleversement, entendido como trastorno necesario.
Las vanguardias no bucean en la historia; hurgan en el inconsciente, expresan una rebelión estética asumida un día por el país, pero muy alejada del despertar medieval que reclaman hoy algunos políticos
Cuando todo se corroe, un creador muy especial y directo vela armas. Se trata de Mariscal (Mercat central, Cocina soñada, etc.) desparramando sus párpados sobre la ciudad dormida. Es un valenciano de origen y por definición un hombre del Renacimiento. Le cabe todo, la geografía, la métrica, el alejandrino y el hexámetro. También dibuja geometrías masónicas, pero con un sentido del humor que corrompe los triángulos y las esferas. Es el hombre que mejor ha entendido el malecón de La Habana y el Frente Marítimo del Litoral, dos realidades yuxtapuestas a base de sentirse asimétricas, pero cercanas. Chico y Rita fue una evocación definitiva junto a Fernando Trueba; Mariscal ha unido a las dos riberas.
El estilo contemporáneo por excelencia es el ensayo. A pesar de su derrota, el periodismo ha superado a la correspondencia escrita siempre dotada de un toque cortesano, tanto en la época genial de Madame de Sévigné como en el momento actual de las redes sociales, acracias del instinto anónimo y del mal gusto. Los cuadros colgados estos días en las paredes de la Mayoral denuncian el servilismo, despojan la belleza retórica, buscan (como en el momento de su creación) un lenguaje seminal, una elocuencia capaz de destruir la épica de los desplantes, el choque de miedos excesivos entre el presidente pontevedrés de la poza y el president catalán dispuesto a soportar, dice, los grilletes de reo encarcelado. Nada resultaría tan ajeno a lo que realmente queremos; nada tan extraño a lo que explícitamente amamos.
El sacrificio no es la exégesis necesaria para superar tiempos difíciles. No lo serán los barrotes que reclama Puigdemont, en un exceso delirante, ni la huelga de hambre que planea el profesor y eurodiputado Terricabras a las puertas de la cámara de Estrasburgo. Ajena al pequeño drama épico de los estandartes, bajo el sol de media tarde, la piel muda del blanco al ocre alimonado de los buenos burdeos. Aunque aparentemente quietos, los escarlatas fauvistas lanzan mensajes urbi et orbi, abundan en la ciudad mestiza y sin tierra, habitan el anhelo de transmitir lo que uno siente, sentado entre cascotes y salientes afilados que agujerean el mar. El color no duerme en ninguna parte; se limita a flotar de noche y a fulgir de día.
Los cuadros colgados estos días en las paredes de la Mayoral denuncian el servilismo, despojan la belleza retórica, buscan (como en el momento de su creación) un lenguaje seminal, una elocuencia capaz de destruir la épica de los desplantes, el choque de miedos excesivos entre el presidente pontevedrés de la poza y el 'president' catalán dispuesto a soportar, dice, los grilletes de reo encarcelado
El sueño daliniano fue interrumpido hace pocos días por la exhumación del genio desde el cráter del Museo de Figueres y frente a la estatua de Francesc Pujols, el amigo casi ágrafo. Las mismas musas que atraviesan siglos y visitaron a los más grandes, se posaron un día sobre un hombro de Javier Mariscal; fue en otoño del 88 con la elección del Cobi, el resumen de muchos bocetos y miles de noches insomnes, y papeles recuperados por Julia, hija de Javier, convertido entonces en destructor de sus propias huellas. El milagro olímpico era un mix del perro lanudo, el gos d’atura y Julián, un personaje salido de una tira cómica de los Garriris. Desde entonces, Mariscal expresa la vigilia. Es lo que ocurre cuando una versión ontológica se pone al servicio de un símbolo capaz de resumir el anhelo de muchos.
El impacto es posterior a la imagen desde que las vanguardias cambiaron el orden estético del mundo. Así ocurre en el sueño daliniano y lo mismo en los trazos de Mariscal, un artista de síntesis. Un ejemplo: descubrió la preexistencia en su memoria no vivida de los trazos malienses del África subsahariana. Cuando en 1984 viajó al río Níger con Miquel Barceló solo tuvo que abrir una cortina para encontrar la luz del desierto, el país dogón y los baobabs o árboles pan de mono.
Afortunadamente, los artistas no aman la patria. El desnivel entre el asfalto y la nube no es una ascensión realizada a partir de algún lugar concreto. La sprezzatura hunde sus raíces en el corazón de un creador bien intencionado, no bien posicionado. La libertad que hace falta para inventar un universo propio, como los que vemos en la Mayoral, no proviene de ninguna pulsión nacional. En el arte, la entraña gana a la tierra.
La invención crea su propia memoria. En la poltrona de los escogidos hay sitio para todos; allí se producen manifestaciones sin habitantes por metro cuadrado, sin guardias ni serenos. Allí, en ese no espacio, unos pocos han descubierto lo mejor de nosotros mismos.