La derrota más significativa sufrida por el independentismo oficialista, hasta el momento, se la infligió la CUP al negarse a aceptar a Artur Mas como presidente. Era la primera consecuencia de una decisión arriesgada tomada la misma noche electoral de la victoria insuficiente de JxSí: conseguir con un pacto con los antisistema lo que las urnas del sistema les habían negado. Aquel todo por la patria tenía un precio sabido: la inestabilidad. Y un premio valioso: poder seguir gobernando. Y una excusa nacional: la inminente proclamación de la República catalana. A punto de cumplirse un año del sacrificio inútil de Mas, lo único que se ha cumplido al pie de la letra es la inestabilidad, perseguida con empeño por las militantes cupaires hasta conseguir exhibir por todo lo alto la división de los independentistas.
El independentismo, sin embargo, no se romperá por las consecuencias políticas de la quema de unas cuantas fotos del Rey, como no se vino abajo la contradictoria alianza parlamentaria cuando la CUP despachó sin miramientos los primeros presupuestos del Gobierno de JxSí. El cemento de la ilusión lo soporta casi todo, al menos hasta el día que el presidente Puigdemont anuncie a sus socios que la celebración de un referéndum vinculante contra la prohibición reiterada del Tribunal Constitucional no podrá hacerse, excepto que todos se conformen de nuevo con el sucedáneo de un nuevo proceso participativo de resultado asegurado. De no ser así, la lechera dará por acabado su cuento. La explicación formal de la CUP será la renuncia al referéndum; la razón de fondo, el abandono de la desobediencia, la línea maestra de la estrategia impuesta por los anticapitalistas a los ingenuos neoconvergentes, a los astutos republicanos y a los sufridos seguidores del proceso.
A punto de cumplirse un año del sacrificio inútil de Mas, lo único que se ha cumplido al pie de la letra es la inestabilidad, perseguida con empeño por las militantes cupaires hasta conseguir exhibir por todo lo alto la división de los independentistas
La desobediencia simbólica al Estado de derecho, de riesgo low-cost, es lo más cerca que pueden estar los revolucionarios de la CUP de la subversión contra el sistema. La independencia de Cataluña o la supuesta soberanía de los Països Catalans son tan solo argumentos tácticos de los bautizados como últimos bolcheviques de Europa por Toni Bolaño. Sería mucho suponer que ellos vayan a cambiar de ideas o de métodos de lucha, no tienen por qué hacerlo y además les funciona bastante bien entre los suyos.
Entra dentro de la lógica pensar que, en cuanto los diputados de la CUP se sientan traicionados por la moderación y el pragmatismo de quienes tienen algo que perder con la negación de la legalidad, se revuelvan contra sus socios, empujados por unas bases movilizadas. Entonces, las gentes de orden de JxSí deben estar preparadas para ver arder alguna foto del presidente de la Generalitat. Las pintadas aparecidas en la sede del PDECat por la actuación legalista de los Mossos son un adelanto.
La CUP perjudica mucho más a JxSí que el PP con todo su Estado detrás. La base social y electoral de los independentistas del sistema se reactiva con la persecución jurídica de alguno de sus dirigentes, pero las acciones de los anticapitalistas los desorientan, incluso puede que les irriten. El factor Forcadell es la última esperanza para restablecer la mínima confianza y la unidad de acción entre unos y otros, al margen del trámite imprescindible de aprobación de los presupuestos al que se comprometieron los diputados de la CUP, minutos antes de la celebración de la moción de confianza de Puigdemont. La inhabilitación por desobediencia de la presidenta del Parlament relanzaría el proceso, avanzando el desenlace. Incluso podría cambiar la suerte del mismo al ponerlo en manos de la aleatoriedad y la fortuna.