¿Para qué sirven los centenarios?
A los seres humanos nos suelen deslumbrar las cifras redondas, a las que se les otorga un valor mágico. No obstante, podemos ser muy contradictorios en nuestra relación con ellas. En efecto, es cierto que gustamos de celebrar aniversarios en función de su número cardinal, pero a menudo renunciamos al número redondo. Así sucede, por ejemplo, cuando caemos como pardillos en las trampas visuales de los precios estilo 9,95, y comunicamos a quien lo quiera oír que algo cuesta 9 euros ó 9 y pico, pero no 10 porque falta 'algo'. Nos quedamos, de este modo, con la ilusión de que es más barato, lo cual nos facilita su compra.
No se trata tanto de agasajar a los muertos, como de enriquecernos con su experiencia y sabiduría
Mencionaré algunas fechas especiales que este año se conmemoran. En enero se cumplió medio milenio de la muerte de Fernando el Católico, pero aquí apenas nos hemos enterado. Asimismo se va a cumplir el 22 de abril el cuarto centenario de la muerte del gran Cervantes, y no parece que vaya a ser debidamente cumplimentado. No se trata tanto de agasajar a los muertos, como de enriquecernos con su experiencia y sabiduría. No se trata de idolatrar, sino de incorporarnos las claves de su vivir y robustecernos nosotros, individual y socialmente. Es triste (lamentable o indignante, según se prefiera) que aceptemos vivir muy por debajo de nuestras posibilidades. Y que no recojamos lo que está a nuestro fácil alcance.
Hoy les hablaré de Félix Rubén García Sarmiento. Otro centenario de muerte, de 'traspaso' vital. Murió el 6 de febrero de 1916, acababa de cumplir 49 años de edad. Era escritor y diplomático y conocido como Rubén Darío. En su 'Autobiografía' explica que uno de sus tatarabuelos se llamaba Darío y su familia era conocida localmente, en Nicaragua, como 'los Darío'. ¿Quién no ha oído, o dicho, alguna vez aquello de "juventud, divino tesoro"? Esta nostálgica expresión del paso irrevocable del tiempo aparece en su libro de poesías 'Cantos de Vida y Esperanza'. En particular, en 'Canción de Otoño en Primavera', cuya primera estrofa es: "Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer".
Yo sólo querría dar unas pinceladas para destacar algunos aspectos menos divulgados. Así, estas líneas de su autobiografía, publicada cuatro años antes de su muerte: "La voz de la sangre... ¡qué flácida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre del cariño y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no lo haya engendrado, ése es su padre". Recuperándose en Bahía Blanca, al sur de Buenos Aires, de su temprano y maldito alcoholismo, refirió: "Allí adquirí fuerzas, y renové mi sangre, y fortifiqué mis nervios, y pasé quizá entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia". El valor de lo sin renombre.
¿Quién no ha oído, o dicho, alguna vez aquello de "juventud, divino tesoro"?
Pasó algunas temporadas en España y trabó cordial amistad con Marcelino Menéndez Pelayo, entre muchos otros intelectuales. En Barcelona se instaló en Tiziano, 16 --calle cercana a la actual Ronda de Dalt y al que fue Hospital Militar-- con jardín y huerto donde ver flores alegres y donde las gallinas y los cultivos le invitaban a una vida de pagès. Pero hizo también vida social literaria, y destacaba a su 'admirado' Miguel de los Santos Oliver, al 'poderoso' Xènius, a su 'querido' Santiago Rusiñol, al 'gran Peyrus' (como familiarmente, dice, era llamado Pompeyo Gener). Cita con cariño a Rubió y Lluch y a Juan Maragall: "Con esos amigos y recuerdos de amigos catalanes, formo mi torre de mental esparcimiento. Gracias doy a la excelencia catalana por la paz que me ofrece la tierra del inmortal Mosen Cinto".
Aquel gran escritor existió y estuvo aquí. No alcanzó los cincuenta años de edad y poco antes de fallecer anotó esta pregunta: "¿Por qué no fui lo que quería ser, por qué no soy lo que mi alma llena de fe, pide en supremos y ocultos éxtasis al buen Dios que me acompaña?".