Escritos al viento
Parece ser que en una ocasión, antes de subir al tren, Julio Cortázar y su mujer, Aurora Bernárdez, compraron una novelita en el quiosco de una estación y la leyeron del siguiente modo: tras acabar cada hoja, Julio las iba arrancando del libro y se las pasaba a Aurora, quien después de leerlas las arrojaba por la ventanilla. Y así hasta despellejar el volumen entero. Después de ese espectáculo, aquellos papeles quedaron esparcidos en centenares de kilómetros, se los llevó el viento. Nadie más los pudo leer juntos. Aunque de manera no cruenta, esta es la suerte que les espera a innumerables escritos. Pensemos ahora en los Archivos históricos, donde hay una ingente cantidad de trabajo que efectuar. Miles de páginas esperan ser leídas, estudiadas, conectadas entre sí para iluminar realidades pasadas que tienen su papel en nuestro presente. Es apasionante, pero faltan vocaciones o ¿sólo es falta de dinero?
En la Barcelona de 1714 mandos militares pidieron parecer a una junta de teólogos. Escrúpulos de conciencia. ¿Podían colocar presos borbónicos en el disparador del cañoneo defensivo?
Leyendo el librito Cataluña en España, que recoge las conferencias de un simposio dirigido hace unos meses por Ricardo García Cárcel -historiador perspicaz, afable y veraz; una formidable combinación- he ido encontrando informaciones valiosas y apenas conocidas. Convendría difundirlas y que la gente le coja gusto al saber y a salir de los estados de error a donde se le lleva, por razones políticas o por desidia. Muy interesado por el trabajo del profesor Manuel Peña, conseguí contactar con él. Tras felicitarlo, le recabé unos detalles de su escrito. Con excepcional generosidad y celeridad, me contestó y me remitió a un extenso artículo de Mireia Campabadal. En él, esta profesora llamaba la atención sobre un dietario personal escrito en Barcelona entre 1713 y 1714, y no hecho para una amplia difusión. Es conocido como Succinta memòria y es anónimo. Su autor debía de simpatizar con Felipe V, pues tiende a minimizar los estragos causados por el ejército sitiador y a enfatizar en la mala gestión del gobierno barcelonés. Pero hay un detalle que quiero traer aquí, para que no se lo siga llevando el viento del olvido. Veamos este párrafo, tal cual:“Convocaren Junta de teòlegs per vèurer si podien posar los presoners de guerra en un morter i tirar-los, a fi de respòndrer lo bombardeig, i digueren no podien aconsellar-ho, que era bo per haver-ho fet i no haver-ho dit”.
Esto es, en la Barcelona de 1714 mandos militares pidieron parecer a una junta de teólogos. Escrúpulos de conciencia. ¿Podían colocar presos borbónicos en el disparador del cañoneo defensivo? Sí, aroma del Ejército Islámico. La respuesta eclesiástica no tiene desperdicio y, gracias a ese resto de papel hallado, sigue resonando. No se puede pasar por alto. Conscientes de ir contra la doctrina que decían profesar, aquellos teólogos dijeron que no lo podían aconsejar, pero que era una buena idea “para haberla ejecutado y no haberla comunicado”. A escondidas, ‘fuego y bendición’. No he podido por menos que recordar la carta del lector George Orwell al director del The Times, en 1942. Hablamos de ella hace poco. Protestaba Orwell de que las represalias británicas clonasen la barbarie nazi, y encadenasen también a los prisioneros alemanes; sin disimulo, a cara descubierta. Aquí fueron los teólogos –y, según parece, habremos de creérnoslo- quienes vinieron a decir aquello de que ‘ojos que no ven, corazón que no siente’. Farsantes: ¿Qué fue y qué será de vosotros?