En parte lo celebro, pues hay miles de “idealistas” o de tontos que cometieron toda clase de desafueros –los catalanes los tenemos muy presentes— durante aquellos años infaustos del procés, y que desde entonces tenían la sensación de que una espada de Damocles gravitaba sobre sus cabezas, con la amenaza de ingresar en la cárcel o de pagar multas sustanciosas. Que la clase de tropa ingrese en prisión mientras sus capitanes presiden el Parlament y ayudan a escapar a Puigdemont cuando este viene a Barcelona, y todo ello sin que nadie les pida cuentas, no me parece de justicia.

Ahora bien, una característica nuclear de nuestros tiempos es que todo se graba, todo se televisa, todo deja rastros. No quedan secretos que ocultar.

Así, en lo relativo a la amnistía, que ayer sancionó el Tribunal Constitucional, todos hemos visto en televisión, antes de las elecciones, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, reiterar que jamás la concedería, ya que, para empezar, la Constitución no la admite, y además, tampoco la admite ningún país de la Comunidad Europea.

Después de las elecciones, y tras constatar que para gobernar necesitaba los votos de los golpistas, Sánchez cambió rápidamente de “opinión”: envió a su lugarteniente Santos Cerdán, uno de los cuatro que con él constituyeron la llamada “banda del Peugeot” que le ayudaron a conquistar el poder en el PSOE, tres de los cuales están ahora en problemas con la Justicia, a Waterloo, para, bajo el signo de la “entelada”, negociar con el jefe del golpe de Estado, y prófugo de la justicia, Carles Puigdemont, su apoyo, que necesitaba imperiosamente para gobernar. A cambio le ofreció la amnistía, o sea la cancelación de todos los delitos cometidos por él y los suyos en el malhadado procés. Puigdemont y el PSOE acordaron con cuidado los términos de la antes imposible ley, para que no quedase un cabo suelto.

Y a partir de ese momento Sánchez empezó a decir, y sus correas de transmisión a repetir, que la amnistía que solo unos días antes era, según sus propias palabras, imposible --por inconstitucional y antieuropea--, era constitucionalísima, y que gracias a ella se iba a poder pacificar Cataluña y a restañar las heridas y restablecer las complicidades entre Cataluña y el resto de España.

Conociendo un poco lo que después se ha descubierto sobre Cerdán, ganas dan de decir que aquello fue un acuerdo entre delincuentes para burlar la ley española. Ciertamente, la CE ha comentado que más que una “amnistía” se trataba más bien de una “autoamnistía”. Cuyos términos fueron acotados en cordiales y discretos cónclaves de trabajo por el PSOE y Gonzalo Boye, el abogado de Puigdemont, que dicho sea de paso se encuentra también en problemas con la justicia a propósito de algún turbio asunto de lavado de dinero del narcotráfico gallego.

Yo creo que todos, salvo algún que otro ciudadano pasmarote y ciego a las evidencias, sabemos que esto ha sido exactamente así: un cambalache con relente de fraude de ley.

El único problema, de momento, para este final feliz socialista, es que los delitos de malversación de los que también está acusado Puigdemont, que ayer mismo ya reclamaba poder regresar a España sin riesgo de ser detenido por la policía, no quedan incluidos en ella.

En su lugar, yo no me preocuparía demasiado e iría haciendo las maletas para regresar a la incomparable Cataluña: Sánchez sigue necesitando de sus votos para mantenerse en el poder. Puede el jefe de los golpistas regresar de Waterloo sin miedo alguno, pues a lo único a lo que se arriesga es a pasar un par de días en comisaría. En seguida puede llegarle, si conviene, el oportuno indulto del presidente del Gobierno.

Y si no, los jueces gubernamentales del Tribunal Constitucional ya se sacarán de las mangas de las togas –togas inevitablemente sospechosas-- y por fin podrán el “presidente legítimo”, y sus secuaces volver a enredar en el Parlament y empezar el primer discurso con la frase de San Luis de León (siglo XVI) y que hoy despierta resonancias tan ominosas:

--Como decíamos ayer...