Andrew Bird

Andrew Bird

Músicas

Andrew Bird, el silbido como una de las bellas artes

La carrera del músico de Chicago Andrew Bird cumple treinta años. Su sofisticada fórmula, a mitad de camino entre el jazz, el folk y el art rock, se humaniza mediante la sencillez desarmante de su silbido

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En sus horas de lectura nocturna, Horacio Oliveira —ese nini con ínfulas intelectuales que protagoniza Rayuela— llegó a la desconcertante conclusión de que el silbido no era un tema destacado en la literatura. En general, asegura, los autores condenan a sus personajes a un repertorio bastante monótono de manifestaciones sonoras: dicen, responden, cantan, gritan; incluso balbucean o  bisbisean, pero ningún héroe o heroína corona jamás un gran momento de su peripecia con un silbido olímpico.  En este extraño y poco transitado universo, el multi-instrumentista y cantautor norteamericano Andrew Bird (Lake Forests, Illinois, 1973) –versión indie de Thoreau, violinista heterodoxo, actor ocasional de la serie Fargo aparece como orgulloso habitante honorífico.

Su silbido, marca de agua de la mayoría de sus composiciones, aligera un virtuosismo técnico abracadante que de otra manera podría llegar a abrumar. Bird tiene pinta de profesor de universidad de finales del siglo XX –o por lo menos de cómo pintan a esos personajes en las series yanquis– y cuenta con más de veinte discos en su haber, combinando álbumes más personales con colaboraciones y caprichos premium, a saber: grabar instrumentales en diferentes parajes naturales de Estados Unidos –Echolocations  o perpetrar un disco entero de canciones navideñasHark–.

'Sunday Morning Put-On'

'Sunday Morning Put-On'

Su poética no se entiende sin su precoz formación, vía método Suzuki, que consiste en aprender a tocar un instrumento de forma natural, como quien aprende a hablar. El cantautor explica cómo pasaba horas reproduciendo de oído lo que escuchaba en los vinilos de sus padres —música clásica, jazz de Django Reinhardt, ragtime, folk balcánico— sin saber muy bien qué estilo era cuál, ni el título o autor de esas obras. Después llegarían las partituras, pero el artista admite que más que leerlas, lo que hacía era repetirlas de memoria, a su manera, con tal convicción que, después de la enésima repetición, parecían propias. En las ligeras mutaciones de la norma, como en ciertas reacciones químicas o en la ley general de evolución de las especies, Bird encuentra su soniquete. Podríamos decir que toda su –valiosa– obra posterior se basa en ese método casi feral.

Ese eclecticismo se ve reflejado en cada uno de sus temas: una mezcla de géneros que van desde la música de cámara hasta la americana rural, desde el swing hasta la experimentación pop más cool. Así, violinista de formación, su manera de entender el instrumento —utilizándolo a la manera de un ukelele o utilizando la caja como improvisada caja de ritmos que graba y luego emplea como base— tiene que ver con un virtuosismo heterodoxo, tan fiel  a los maestros clásicos como a la aventura más desprejuiciada. No es de extrañar que, cuando le preguntan quién es su mayor influencia con el violín, él responde, sin un ápice de duda: el saxofonista Lester Young.

'Bowl of Fire'

'Bowl of Fire'

Sus primeros trabajos, como Bowl of Fire o Thrills, Oh, The Grandeur, beben del folk tradicional, el jazz prebélico y el swing. Una suerte de discoteca de singles en un gramófono imaginario, a la vez añeja y vanguardista. Con la llegada del siglo XXI, Bird se desprende del lastre de la corrección y abraza la música popular. Así alcanza una suerte de tierra intermedia —con un pie en el nicho culturalista y otro en el mainstream— tan fértil para la música en general, con discos como The Weather Systems o —nuestro favorito— The Mysterious Production of Eggs, del cual ahora se encuentra embarcado en una gira orquestal conmemorando su aniversario. Estos introducen paisajes de glockenspiel instrumento de placas metálicas que suenan como campanas—, armonías líquidas y, por supuesto, el silbido narrador.

Con Armchair Apocrypha consigue su pico de popularidad. Incluso en su gira pasa por España para tocar en el Primavera Sound o en el Festival de Benicàssim, pero en su versión invernal; los indies de pura raza pudieron disfrutarlo en solitario mientras hacían sus chistes sobre Andrés Pajares –ese otro pájaro–. Allí empieza la década prodigiosa, el bucle virtuoso: sus discos suenan hermosos, juguetones, eruditos pero a la vez ligeros. Pedales, loops y desarrollos clásicos. Su público abraza la repetición como él, sumido en una suerte de mantra pagano y gozoso. —Noble Beast (2009), Break It Yourself (2012), My Finest Work Yet (2019)—

'The Mysterious Production of Eggs'

'The Mysterious Production of Eggs'

En la escritura de Bird hay algo de artesano de la ludolingüística: no se limita a encadenar versos y melodías al buen tuntún, sino que construye pequeñas arquitecturas donde cada palabra y nota tienen uno o dos propósitos. Si se le busca parentesco, se le podría emparentar con Paul Simon por la precisión lírica, con Sufjan Stevens por el gusto atmosférico y con el del  Nick Drake más luminoso.

Sus letras, a menudo crípticas, están llenas de imágenes tangenciales (ese Sísifo que deja la roca de una vez por todas), palíndromos falsos, referencias científicas y giros idiomáticos propios de tu amigo listillo de la universidad. El tema que sobrevuela en muchas de sus canciones es el movimiento —viajes, desplazamientos, cambios de estación, mudanzas interiores, denuncia política tras capas y capas de metáforas—, como si cada canción fuera una postal enviada, no tanto desde un espacio concreto como desde unas coordenadas estilísticas diferentes.

Más recientemente, Inside Problems (2022) y Sunday Morning Put-On (2024) confirman su giro hacia lo introspectivo, pero también hacia lo instrumental. En ellos, su silbido vuelve a ocupar un lugar protagónico, más cerca de Ennio Morricone que del folk-rock. En 2025, su versión de Buckingham Nicks junto a Madison Cunningham en el legendario Newport Folk Festival completa esa etapa.

'Hark'

'Hark'

Vamos a acabar a la manera de uno de sus loops. Volvemos al inicio con una de sus máximas: “El gusto y el criterio son más importantes que la técnica”. Y la fuerza del aforismo radica en que no la fórmula un músico punk adicto al do it yourself, sino alguien que puede tocar un solo de Paganini en pizzicato con una mano mientras silba con precisión tonal y con el pie hace bucles en su pedal.

“¿Por qué silbar iba a ser menos importante que tocar un instrumento que tardé veinte años en dominar?” afirma, divertido. Para los infradotados musicales como nosotros, poder silbar sus melodías a la par que las escuchamos, representa una puerta de entrada –discretita si quieren, humilde– a su particular Olimpo musical. Para, ni que sea por un momento, sentirnos partícipes del coro de la música del mundo. Porque, seamos sinceros, no hay jornada, por aciaga o dura que sea, que no mejore si todavía podemos silbar las canciones que amamos