'Idolatrías'

'Idolatrías' DANIEL ROSELL

Músicas

Idolatrías: diccionario (de uso) del fenómeno ‘fan’

La devoción por la música y la adoración social del público ha convertido a muchos compositores e intérpretes a lo largo de la historia en referentes ideales, mitos caídos, iconos de una época y fuente de colosales negocios millonarios

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Aunque explicado en general como una consecuencia frívola del arte rock y el pop del siglo XX –Elvis Presley, The Beatles y sus mutantes y eclécticos epígonos– no sería un acto por completo descabellado pensar en el fenómeno fan, dada su influencia en las transformaciones del gusto estético o su importancia en la configuración de las identidades comunales, como uno de los factores esenciales para entender la música a lo largo de su historia. Proponemos aquí un repaso por los antecedentes, precursores y continuadores de la práctica de la idolatría y la devoción tanto de la música como de los músicos. Atentos a sus múltiples combinaciones, con la atención puesta en las novísimas y recientes manifestaciones virtuales y también en la tradición más añeja. Bozales distintos para intentar sujetar el mismo perro –fanático– de pasión desmedida.

Asistentes a un concierto de The Rolling Stones (1965)

Asistentes a un concierto de The Rolling Stones (1965)

Prehistoria y Antigüedad

La música siempre ha tenido sus creyentes. Desde el inicio de los tiempos, los humanos hemos otorgado a los sonidos el poder de vincularnos con lo divino. Hallazgos arqueológicos y etnológicos nos permiten decir –se cree que la música prehistórica comenzó con la vocalización y la percusión de piedras y palos para crear ritmos; más tarde llegan los sonajeros o los silbatos– que empezamos a utilizar la música para acompañar nuestros rituales más profundos: la caza y los funerales. Sostienen los expertos que, en aquellos tiempos remotos, era común aceptar que la música tenía el poder de comunicar la vida terrenal con el otro mundo y con lo mistérico. Así las cosas, la identificación del músico con el ídolo, el santo o el héroe, se remonta hasta nuestro mismísimo origen.

La etimología de la palabra fanático hunde su raíz en esa relación con lo sacro. La voz procede del término francés fanatique, consignado por primera vez en 1532 por Rabelais con el significado de “inspiración divina” o “entusiasta”. A su vez, el vocablo francés deriva previamente del latín fanaticus, que se usaba para designar a las personas que frecuentaban el templo –el fanum– y posteriormente sirve para describir a los exaltados por el fervor religioso. La mitología sostiene que la música –musiké, referente a las musas– y los instrumentos son invenciones divinas. La leyenda dice que Hermes inventó el arpa utilizando un caparazón de tortuga y que, cuando Apolo la tañía, cambiaba por completo el ánimo de los que escuchaban. El dios Pan construyó su famosa flauta con el cuerpo –transmutado en caña– de su amada ninfa Siringe.

Franz Liszt, (1840)

Franz Liszt, (1840)

Franz Liszt

El primer músico que transformó el estatus tradicional de un artista hasta encarnar a un ídolo de las masas fue el compositor húngaro Franz Liszt. La lisztomania –aparte de una bizarra película del cineasta británico Ken Russell– es la primera manifestación, ya en los albores del siglo XVIII, del fenómeno fan tal y como lo conocemos. Liszt reunía las características que luego se tornarían paradigmáticas –las filias fans de antaño son de hoja perenne– para alcanzar la condición de sujeto idolatrado por antonomasia. A saber: poseer una innegable fotogenia –en aquel momento no había fotografías, pero los retratos son elocuentes–; disponer de un pasado como niño prodigio –tocaba el piano desde los seis años y compuso su primera pieza los ocho– y haber caído a  los infiernos para luego resurgir –a lo Britney Spears o en plan Nina Simone– de las cenizas. 

Su popularidad también se extendió a las parafilias relacionados con los objetos, una forma laica de reliquias: sus seguidoras se morían por poseer uno de sus rizos o alguno de sus guantes, y cuando se rompía una cuerda de su piano, la buscaban para utilizarla para hacerse un collar.

Un grupo de seguidoras de The Beatles

Un grupo de seguidoras de The Beatles

(The) Beatles

Los cuatro músicos de Liverpool fueron los responsables de revolucionar en unos años lo que entendíamos como música pop: ampliando su influencia hacía campos como el pensamiento político o la moda capilar. Pero sus adolescentes y jóvenes seguidoras –principalmente chicas de clase obrera– redefinieron no solo la relación de un grupo de música popular con su audiencia –estableciendo un nuevo contrato de fidelidad, obsesión y mimetismo– sino que también cambiaron las condiciones materiales y los hábitos de las giras, la envergadura de los conciertos o los negocios de la industria, añadiendo capas y más significados a eso que llamamos consumo cultural.

Su devoción extrema y su ritual histérico de gritos, lloros y desmayos –la famosa beatlemanía– son las causas de transformaciones sociales de gran calado en las que no siempre se repara. Ayudó al desarrollo de la tecnología necesaria para actuar en grandes estadios y auditorios. Su concierto en el Shea Stadium es paradigmático al respecto: el sonido resultaba tan ensordecedor que nadie fue capaz de escuchar ninguna de las canciones del repertorio, ni siquiera con ayuda de los amplificadores –Vox, de hasta cien watios—diseñados ex profeso.

Pero es que sin la repercusión económica y cultural de la fama planetaria del grupo de Liverpool y su éxito publicitario –solo comparable al de Elvis Presley– es inconcebible el showbussines musical en nuestros días. La omnívora pasión de las fans de los Beatles sólo ha sido replicada en ciertas etapas de las carreras de artistas como The Rolling Stones, The Jackson Five, Michael Jackson, Madonna o, en los últimos tiempos, a la legión de seguidoras –y seguidores, lo que constituye toda una novedad, como veremos después– de Taylor Swift.

Los fanáticos de los Beatles como precursores de este fenómeno de adoración colectiva nos enseñan también el lado oscuro de la idolatría. Los protohaters ultracatólicos de Estados Unidos se dedicaron a quemar sus vinilos después de unas célebres palabras de John Lennon: “Somos más famosos que Jesucristo”. Y el siniestro Mark David Chapman, obsesionado con la figura del líder del grupo y la novela El guardián entre el centeno, de Salinge, le descerrajó cinco tiros a la salida del edificio Dakota, horas después de haberle pedido un autógrafo, fotografiarse con él y saludar a su hijo Sean citando la canción Beautiful Boy. 

Cartel de la película 'Soy una 'groppie' (1970), de Derek Ford

Cartel de la película 'Soy una 'groppie' (1970), de Derek Ford

Groupies

Consignamos por primera vez el término groupie en The Company She Keeps, la novela donde Mary McCarthy lo utiliza para referirse a una persona fascinada por los círculos literarios de Manhattan. Su popularidad alcanzó su acepción sicalíptica. Surgidas en los años cincuenta, las groupies ganaron relevancia mediática en la década de los años sesenta gracias a los movimientos de liberación sexual, metamorfoseando el amor platónico de la fan común en una desacomplejada y hedonista forma de vida opuesta a la idolatría pasiva. Las groupies dejaron de coleccionar posters y fotografías para exhibir las conquistas con sus músicos favoritos. En sus relaciones no tenía que ver tanto el sexo como con el poder y la representación. El debate sobre si fue un movimiento liberador o un fenómeno de sumisión –en el Reino Unido llegaron a rivalizar en fama con los propios músicos en una sociedad marcadas por el machismo programático– todavía presenta interés. 

Asistentes a un concierto de 'heavy metal'

Asistentes a un concierto de 'heavy metal'

Internet y los fandoms globales

Desde la irrupción de las redes sociales en el negocio de la música, los medios tradicionales han ido perdiendo el monopolio de la prescripción –se trata de la mal llamada democratización de la crítica–. Desde entonces se suceden subfenómenos inesperados, bandas y músicos inicialmente destinados a ocupar un nicho de espectro reducido que han vivido su particular eclosión global. Gracias a la interacción y a la personalización que permite la red, muchos músicos venden felicitaciones de cumpleaños o saludos, dan conciertos virtuales o venden experiencias personalizadas. Pareciera que la música fuera perdiendo la batalla. Cada vez importa menos en relación a otros aspectos extramusicales.

Fenómenos como el K-popboys bands de aspecto andrógino con sede en Seúl: BTS o BLACKPINK– centran su carrera en el uso intensivo de sus comunidades de seguidores. Sus grupos de fans organizan convenciones globales para reunirse o crean ellos mismos productos culturales –donde se valora más la intención que la calidad– para seguir ampliando la influencia. Desde los fanzines de fotocopias vintage hemos saltado a fenómenos como el fan art –dibujos, figuras, memes, pegatinas en forma de homenaje a sus ídolos– o la fanfiction: textos que utilizan personajes o temas ya tratados por un autor original para ampliar su universo con nuevas tramas o situaciones, en una especie de Quijote de Avellaneda sin la inquina contra Cervantes.

Taylor Swift. Reputation

Taylor Swift. Reputation

Taylor Swift

El desarrollo de la carrera de Swift sirve para explicar la mutación absoluta del fenómeno fan en los últimos años, que discurre desde la carpeta adolescente al corazón de la vida adulta postcapitalista. Por sus primeros álbumes, de un estilo que es entre country y naif, nadie hubiese apostado por ella como la estrella global en la que se ha convertido. Pero canción a canción ha ido logrando una identificación total entre su vida íntima y sus canciones, estableciendo una unión mercadotécnica perfecta para que las neuronas-espejo de sus seguidores sientan placer ante cada nueva entrega musival. Suele suceder en todos los fenómenos superventas, pero en su caso especialmente. Pareciera que fuera la propia fama la culpable de su crecimiento –la carn vol carn–  y el fan indefenso no tuviera más remedio que rendirse a esa magnífica máquina de identificación, poder y dólares.