Mapa urbano de San Francisco (1908)
Breve guía (cultural) de San Francisco
La vida cotidiana en la urbe de la costa Oeste, uno de los territorios míticos de la cultura beat, convertida ahora una industria para los turistas, muestra una asombrosa tranquilidad que contrasta con los hábitos europeos, condicionados por las prisas y la tecnología
Siempre hay algo interesante que hacer en San Francisco, y esto es una de las mejores cosas que se pueden decir de una ciudad. Puedes ir hasta la casa en la que vivía Dashiell Hammett, puedes ir al restaurante en el que cenaba con sus amigotes, o caminar hasta el callejón en el que mataron a un compañero de Sam Spade, puedes fotografiar edificios art decó por docenas, o comprar galletas de la fortuna donde se grabó Golpe en la Pequeña China, un barquito te puede acercar a la Isla de Alcatraz, o te puede pasear debajo del Golden Gate Bridge, donde el Pacífico brilla con un azogue dorado especial; te puedes comer una sopa de tomate o de cangrejo servida dentro de un pan gigante; o te dejan subir las escaleras donde se grabó Vértigo, en el Hotel Julian. Por todas partes sorpresas: el edificio Hearst, donde el magnate de la prensa inventó una fake new masiva con resultado de guerra, en 1898; las calles donde volaban los coches en las persecuciones de las películas de Steve MacQueen y de Harry el Sucio; o salir con toneladas de discos de blues y psicodelia de una tienda de música tan grande o más que un Mercadona o un párquing: la Amoeba Music.
En el barrio de Ashbury nos entra sed y entramos en un pub gigantesco, grande como un almacén: el Mad Dog. Debe de tener la categoría de institución, porque está lleno de trofeos y celebraciones históricas. Está forrado de banderas y bufandas de equipos de fútbol americano y, frente a los servicios, también de equipos de fútbol europeo. El Mad Dog es una especie de templo de la cerveza, las hay de todos tamaños, orígenes y condiciones. El retrete también es gigantesco, uno se siente raro y medio pigmeo entre estas instalaciones para osos, y conozco por primera vez la sensación de tener que realizar usos mayores con las piernas colgando.
En la barra, me fijo en un matrimonio de unos cincuenta años. Ella lleva un sombrero como de película, él parece un granjero culto. Se toman una pinta y miran un partido de soccer tranquilamente. Tienen pinta de irlandeses. De repente se me revela lo que me parece tan extraño de todas estas buenas gentes, me lo hace notar Bea: no están mirando el móvil todo el rato. En un país teóricamente secuestrado por la histeria y las shitstorms de fake news, las parejitas, los matrimonios y los grupos de amigos que vemos (en el puerto, en los bosques, las terrazas y los parques) hacen cosas con ganas de hacerlas, tienen ganas de vivir, no les ha atrapado el hedonismo depresivo.
Robbie Robertson, Michael McClure, Bob Dylan and Allen Ginsberg en San Francisco
Si van a una exposición de una artista japonesa, hacen su cola con convencimiento y ven los cuadros y las fotografías con ardor, para comentarlo luego. Si se están comiendo una hamburguesa rezumante, se la toman tan a gusto. Se implican en las cosas y no tanto en sus egos enfermos. Disfrutan de las cervezas enormes, de los fregaderos para megalosaurios, las familias parecen bulliciosas, los obesos parecen felices. Los niños son niños. Abundan los tipos con pinta informal que se ponen a trabajar con su portátil en los rincones más insospechados: en las cafeterías, en el pequeño pabellón chino del Golden Gate Park… En Boston también abundaban, y si curioseabas en sus asuntos algunos analizaban moléculas o proyectaban centros comerciales.
Y es que Boston y San Francisco (más bien California, no olvidemos que Palo Alto y el Silicon Valley están a tiro de piedra de aquí, y se nota) son nodos de universidades tecnológicas, y el principal negocio aquí es este: las innovaciones. Lo primero en lo que se fija el transeúnte que va a parar a Market Avenue es en esos coches que circulan por toda la ciudad sin conductor, y que dan un poco de yuyu. Provistos de escáneres giratorios, deambulan por todas las calles y al parecer te pueden llevar a cualquier sitio. A los taxistas y a los conductores de Uber no les hacen ni pinta de gracia estos transportes robóticos, se entiende. En nuestro país vamos con retraso, cuando lleguen estos coches fantasmales seguro que aquí ya cuentan con autogiros y aerodeslizadores autónomos. Acuérdense de lo que les digo.
Recupero mi hilo: por todas partes hay gente deseosa de vivir y de explicar historias. Aquí quedan personas animadas, que confían en algo. Ya lo dicen los billetes de un dólar. Esta cosa del odio popular y el fascismo, este mal rollo que se respira en Barcelona o en París, este estrés, aquí no lo vemos, no lo palpamos. Y eso que, en teoría, el terrorismo institucional se exporta desde este país, y que cuando nos asomamos a las redes y a la prensa, con la señal de una cafetería o en el hotel, parece que el mundo se esté hundiendo a toda velocidad en una espiral de amenazas y bullying. Quizás les funcione este modelo totalmente descentralizado y local del poder.
Ya lo vi en Boston, hace un tiempo: los noticiarios hablaban de la cotización del acero, de vías férreas, de cifras de exportaciones, de troncos que cortaban carreteras. La política exterior, el Imperio, los delirios de Nerón, parecen cosas lejanas. A los de aquí les interesa mucho el deporte y el rock. Si no rindes pleitesía a los Golden Gate Warriors, te podrían echar a la bahía con una piedra atada a los tobillos. Por todas partes las pantallas retransmiten deportes: básquet, béisbol, fútbol, programas ignaros de acrobacias y caídas… Pero nada de seriedad, nada de amargarse la vida. ¿O es que esta ciudad es una isla? Las parejas (casi siempre interraciales), los grupos de amigos que han quedado para divertirse, se cuentan anécdotas ruidosas, y dicen “woow”, y dicen mucho “ahá”… Es decir: se prestan atención. A estos californianos les encanta dejarse embaucar, ¿no habremos perdido nosotros en casa estos placeres, demasiado ocupados en fingirnos multiculturales mientras odiamos al vecino?
Stephen King, guía ilustrada del maestro del terror, Matthieu Rostac y François Cau.
En Estados Unidos ser de un sitio es un acontecimiento. Uno explica que es de Topeka o de Oakland y los demás lo celebran, graznan de placer. Los recién conocidos se ponen a hablar los unos con los otros con gran facilidad. En Europa hemos perdido la ingenuidad, esta curiosidad. Todo el mundo es muy amable, muy agradable aquí. Si te paseas con una sudadera de AC/DC o Metallica te van a adorar. Hasta los mendigos quieren ser tus amigos. Provoca esperanza ver tantas parejas de japoneses con chinos con samoanos con mexicanos con tipos que parecen de Kentucky con una gorra. Por cierto, he visto en tenderetes de ropa que se vendían gorras de marcas de tractor; casi me compro una.
Esta ciudad es realmente portuaria y diversa: cada minoría cuenta con sus instituciones, hospitales y respetabilidad. Todo el mundo tiene claro que aquí se viene a ganar dinero, y esto es como las parejas que se toman en serio la convivencia: primero se habla del dinero, y luego ya se puede relajar todo el mundo para tomarse un café gigantesco, una cerveza monstruosa, irse a un motel de carretera (también los hemos visto, son reales) o pescar un esturión. Solo en el SFMOMA, el museo de pintura, que es claramente mediocre, sobre todo habiendo visitado antes el MOMA de Nueva York o el impresionante Fine Arts de Boston, hemos visto pijos envarados, gente aristocrática que lo muestra vistiendo muy raro, jugando a ser Warhol y comiéndose unos espaguetis con zanahoria de 50 dólares.
Un guía nos explica que donde acabamos de esperar un autocar empezó a jugar al béisbol, siendo un niño, el mítico Joe DiMaggio. Comprobamos que podría ser cierto, porque el astro era californiano, nacido en Martínez. Sin tener ni idea de béisbol ya sabíamos por las películas y las novelas de Stephen King que un cromo de Joe DiMaggio es para la gente de aquí como el manuscrito dedicado a la Comedia de Aristóteles. Pero no faltemos al respeto a los sanfranciscanos: nunca habíamos estado en una ciudad que cuidara tanto a sus escritores y a su legado literario (excepto Dublín). Las librerías (City Lights, Dog Eared Books) son de primera, sale uno de allí arruinado y maldiciendo el provincianismo natal. Incluso en el Centro de Visitantes del Muir Woods National Monument puedes encontrar un volumen curioso, un libro cuidado, valioso, y a un buen precio. Ginsberg, Kerouac, Ferlinghetti, Muir, son allí dioses. ¡Hay incluso gente leyendo en los cafés!
Tomándote un capuccino (San Francisco cuida los bares, cuida la restauración, como todas las ciudades que se gustan y quieren gustar) ves a los literatos con sus sombreros y sus bufandas, leyendo y haciendo como que sueñan. Dan un poco de grima pero habrá que cuidarlos, también, a todos estos poetas que llegan tarde y nacieron en la edad de hierro, bajo el imperio de la prosa. En un tren, se bajó en San Bruno una mujer que leía un libro de Ishiguro. Venden libros de Javier Marías, Juan Goytisolo y Belén Gopegui. Compramos buenos libros de crítica. Las letras importan en esta ciudad, tanto como las sopas marineras y los solomillos. Y aunque todo el rollo beat se haya convertido en una industria, se ha de decir que es una industria bien llevada. La industria correcta, quiero decir.
Lawrence Ferlinghetti en su librería de San Francisco: City Lights Books
En San Francisco, la gentrificación es también una cosa seria y franca: realizada de cara y con todas las consecuencias. Naturalmente, estos precios a la noruega, todos estos locales vacíos por todas partes, todas estas personas sin hogar que se pudren literalmente en las aceras, lo que vienen a confirmarnos es que la desigualdad y la especulación son los grandes monstruos de nuestra civilización. En Frisco la pobreza es una auténtica lacra, aunque me comentan que la situación no es tan cafre como en Los Ángeles, cuyo centro ya parece una distopía zombi, según me dicen. Yo no he ido, no lo sé por mis propios ojos: sí he podido ver algunos zombis del fentanilo y reconozco que se me hace un nudo en la garganta viendo a todos esos jóvenes acuclillados, tumbados o delirantes, a pleno sol, mientras nadie se para a hacer nada.
Aunque cuentan que el alcalde, un magnate judío progresista que te da la bienvenida en el aeropuerto a través de unos amables carteles, realmente hace algo o por lo menos lo intenta. California tiene un gobernador demócrata y es otro prócer muy peinado que también es más o menos progresista. Cuando nos vamos, en el metro hay muchos ciudadanos con pancartas contra las deportaciones y el cierre del Departamento de Educación. Venían del Civic Center, donde se habían manifestado. Entraban riendo y bromeando. Es curioso este contraste entre lo que están diciendo las redes sobre este país, y la tranquilidad que se respira en él, por lo menos aquí. Los mudos edificios federales se concentran en el sur de la Market Avenue, fuera del centro real de la vida de la ciudad, concentrada entre el distrito financiero y el puerto, donde encontramos también el Ayuntamiento y el Museo de Arte Asiático. Es el punto más francés de la ciudad.
Cuando pasamos los controles de inmigración, el policía parecía un sabio rabínico y todo era “por favor” y “muchas gracias”. Quizás porque había visto en nuestros datos que entramos y salimos con frecuencia del país, y que no damos problemas. Básicamente venimos a revolver entre papelotes de gente muerta y a comprar libros de ensayo. No resultamos interesantes. El poli bromeaba, era un tío majo. Toda la gente con la que hemos conversado era servicial, informal y tranquila. El guía de una excursión ponía pop de los años ochenta y repartía chocolatinas. Incluso en el avión hemos hecho amistad con una chamana de Sonoma que venía a pasar dos días en la capital catalana.
El país es hermoso, lleno de cordilleras apetitosas y parques naturales. En la misma Bahía de San Francisco hay un Parque Nacional, en tus propios morros: la Isla del Ángel. También es verdad que visitamos lugares muy turísticos, habría que ver y hablar (o no) de lugares como Cleveland, Baltimore o Atlanta. Otros viajeros cuentan que se han visto envueltos en tiroteos y emergencias angustiantes. Nosotros no hemos visto ni una pistola ni un robo, nada raro ni amenazador. Pero, claro, Massachussets o San Francisco no son El Paso o Philadelphia. Mucho control policial, eso sí, y de policías muy diversas: local, portuaria, privada, de la Bay Area, rangers… Nada que no ocurra también en Badalona. Entre secuoyas, leones marinos, tortugas de jardín, lagos urbanos, y pájaros azules que no conozco, árboles gigantes y librerías monstruo como museos, encuentro más paz que en casa, entre personas secuestradas por los teléfonos que ya han perdido el gozo de vivir.