El filósofo francés Francis Wolff / @JAIMEFOTO

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Músicas

Francis Wolff: "La música ofrece un mundo ordenado. Eso es lo que llamamos belleza"

El pensador francés, cuyo ensayo '¿Por qué la música?', acaban de publicar en colaboración las editoriales El Paseo y Serie Gong, reflexiona sobre la condición universal del arte y el ser humano

19 mayo, 2022 22:00

El filósofo Francis Wolff (Ivry-sur-Seine, Francia, 1950) mantiene intacta la capacidad de pensar más allá de los manuales. Es uno de los grandes intelectuales de la actualidad, capaz de pisar todos los charcos con un argumentario de erudición abundante, ya sea el pensamiento clásico, la metafísica, el amor o, incluso, la tauromaquia, de la que es un ferviente defensor. Amable y preciso, es un pensador activísimo que sigue militando en la coherencia. Su último trabajo revolotea sobre la música, “esa representación de un mundo imaginario de acontecimientos puros”. Basta oírle para concluir que es imprevisible pensando. Asómense y verán.

–“Donde quiera que hay hombres, hay música”. ¿Esa afirmación suya es la que justifica al filósofo para internarse en la misma senda que antropólogos,  entomólogos y musicólogos?

–La preocupación que tengo en todos mis libros es la búsqueda de universales. En Dire le monde (PUF, 1997), acaso mi principal trabajo, quise mostrar cuál es la estructura del mundo para los hombres como seres hablantes. No me interesaba analizarlos como practicantes de tal o cual idioma, sino cómo el lenguaje humano estructura el mundo. En Il n’y a pas d’amour parfait (Fayard, 2016; traducido al español: No hay amor perfecto, Erasmus, 2020) me ocupé de buscar la universalidad del amor a lo largo de la historia y de las civilizaciones en lugar de la relatividad de los sentimientos según la época y los pueblos, que suele ser lo habitual. Ahora, en ¿Por qué la música? (Serie Gong/El Paseo Editorial) me interesa demostrar la universalidad de la música como hecho humano y, por otro lado, dentro de ella, buscar qué ocurre para que siempre que haya hombres, suene la música. En definitiva, la música es un espléndido argumento para reflexionar sobre el ser humano.

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–Como punto de arranque, utiliza un dispositivo filosófico universal: la alegoría de la caverna de Platón.

–Es casi un juego: utilizo a Platón contra el mismo Platón. Mi caverna es puramente sonora cuando, en el texto original, hay sombras, está la luz del sol... Además, mis prisioneros son ciegos y su liberación no consiste en salir de su interior, sino en quedarse y poder interpretar los sonidos. Quiero decir que hay otros mundos, pero están dentro del nuestro. Me refiero, claro, al mundo de la representación, a las artes.     

–¿Qué convierte el sonido en música?

–De niño me dijeron que la música es el arte de los sonidos y, durante mucho tiempo, me pareció una definición maravillosa porque esas pocas palabras parecen revelar el secreto de un arte muy abstracto, pero que tiene efectos muy concretos. Pero al reflexionar sobre el tema, el viejo aserto, creo, tiene carencias. A mi modo de ver, el sonido es la señal de un acontecimiento. Tiene, por decirlo de alguna manera, una función biológica: alertar. Nos avisa de que algo ha cambiado en la normalidad del mundo. Un animal reconoce, por ejemplo, la cercanía del peligro o de la amenaza por el sonido. En cambio, la música nace de la desfuncionalización del sonido, es decir, cuando podemos oír una serie de sonidos no como señal del mundo, sino como secuencia autónoma en la que existe una relación de causalidad. Cuanto más sencilla sea una melodía –por ejemplo, una nana–, más determinista parece la causalidad. Cuanto más compleja, es posible descubrir más tipos y niveles de causalidad.

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–A su juicio, el movimiento es una de las cualidades más notables de la música.

–La música es una representación del movimiento. No hablamos del espacial, sino del temporal. Es el arte del tiempo por antonomasia. Otra cosa diferente es que siempre haya estado vinculada a la danza y al ritual; a la religión, en general. Posiblemente, comenzaron siendo la misma cosa; no había distinciones entre la música y los movimientos corporales. Si lo piensa bien, no hace mucho tiempo que, en nuestra civilización, la música logró ser autónoma y existen esas cosas tan curiosas llamadas conciertos, donde vamos a escuchar música y, sorprendentemente, no a hacerla.

–Desde un prisma puramente histórico, presta especial atención al “giro trascendental” de las artes académicas a principios del siglo XX y traza un sugerente paralelismo entre las artes plásticas, la metafísica y la música.

–En el ámbito de las artes plásticas, el primer nacimiento de la abstracción consistió en representar las condiciones mismas de la representación. Por primera vez no se pretendía recrear la realidad con colores y figuras, sino que se aspiraba a representar esos colores y esas figuras como tales. Algo similar hizo Arnold Schönberg con el dodecafonismo: se apartó del uso de las notas en secuencias melódicas e hizo que se escucharan las notas por sí mismas, de forma independiente. El efecto visual de la abstracción es, más o menos, el mismo que el efecto sonoro del dodecafonismo: mostrar todas las condiciones de la representación. Puede decirse que lo representado se escapó del cuadro casi al mismo tiempo que la melodía huyó de la música.

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–Sin embargo, no sé si estará de acuerdo en que, mientras la ruptura de la representación en el arte ha sido aceptada en buena medida por el público, no ha ocurrido lo mismo con la música.

–Sí. Tenga en cuenta que, en esos mismos años, coincidiendo con el proceso del que hablábamos, comienza a producirse un distanciamiento entre el arte erudito y el arte popular que, en el ámbito musical, nunca renuncia ni a la melodía ni al ritmo. Este proceso, además, se acentúa tras la Segunda Guerra Mundial cuando las vanguardias quieren, a toda costa, evitar la accesibilidad, como si esta cualidad denotara un ánimo exclusivamente comercial. También entonces la música popular empieza a consumirse de forma masiva y es tal la demanda que se abren los circuitos internacionales. En mi opinión, es un momento un poco trágico porque se acaba produciendo una ruptura total entre la música culta y la música popular. En las artes visuales, por el contrario, será un poco distinto a causa de la intervención del mercado. En cambio, en la música contemporánea no hay mercado. No hay quien compre, no hay quien venda. Dejaron, pues, de ser realidades paralelas.

–¿Resolvería la educación ese abismo entre el público y la música culta?

–La educación musical es, sin duda, muy importante para reducir esa distancia, pero, junto a un esfuerzo formativo, se están dando otros factores interesantes. A mi modo de ver, los compositores actuales ya no se fían de los dogmas de los años sesenta y setenta que promulgaban la creación de una música totalmente inaccesible. A este fenómeno ha contribuido, por ejemplo, el uso de la música culta en el cine. Por ejemplo, ¡cuánto ha hecho Stanley Kubrick por György Ligeti al incluir sus melodías en las bandas sonoras de El resplandor y 2001: Una odisea en el espacio!

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–Su libro está lleno de paradojas. Señala, por ejemplo, que la música es un arte emocional, de rápido efecto, si bien es incapaz de expresar por sí misma la mayoría de las emociones. ¿Por qué?

–La música sólo puede expresar directamente cuatro o cinco emociones básicas. No puedes decir si un Preludio o una Fuga de Bach es alegre o es triste porque no lo son, pero sí puedes acceder a una emoción puramente estética al descubrir su juego de causalidades internas. La música ofrece la posibilidad de un mundo ordenado. Y eso es lo que llamamos belleza.

–¿Dónde hay más placer: al interpretar o al oír música?

–Alguien que sabe interpretar siente más profundamente las emociones que están dentro de la música que aquel que sólo escucha. Quiero decir que la comprende mejor; sabe cómo está construida. Tocar mal una música te da más placer que escuchar un buen concierto. De igual manera hay intérpretes que son capaces de proporcionarnos claves y lecturas de músicas que has oído cientos o miles de veces.  

Francis Wolff

–Pero, por fortuna, no hace falta saber música para disfrutarla.   

–Por supuesto. Ocurre igual con la poesía: no necesitas tener amplios conocimientos para deleitarte con unos versos o con una melodía. Eso sí, cuando logras una comprensión incluso intelectual, tienes a tu alcance un placer más profundo.

–¿En qué medida ha afectado a su recepción la reproducción mecánica de la música, desde el vinilo a las actuales plataformas de streaming?

–No tengo una opinión contraria: son un instrumento extraordinario de difusión y popularización. Recuerdo ahora que en los años setenta, cuando asistía a conciertos de música culta que me aburrían mucho, pensaba que vivíamos en una época realmente pobre en términos de creación y que, quizá, la riqueza estaba en que teníamos acceso a todo el repertorio histórico. Eso nunca se había producido antes porque la oportunidad de oír música que no sea estrictamente contemporánea es algo bastante reciente que, probablemente, debemos al enorme interés de Félix Mendelssohn por la obra de Johann Sebastian Bach. Hoy se interpreta música de todos los tiempos y de cualquier lugar del mundo. Tenemos una suerte extraordinaria. Obviamente, entre tanta abundancia, no todo es bueno, tal como se ve en las listas de las canciones más escuchadas, pero eso es un problema sociológico, no musicológico.   

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–Al hilo de lo que dice pensaba si en la música sucede igual que en el universo de las artes plásticas: la emoción de contemplar un lienzo de Velázquez no la iguala ninguna de sus miles o millones de reproducciones.

–En el ámbito musical, su planteamiento nos llevaría a discutir cuál es el original y cuál es la copia. Es obvio que escuchar una pieza en un concierto produce más emoción que hacerlo en un disco porque, entre otras razones, estás asistiendo a su producción en vivo, justo en el momento que se está viviendo. También tendríamos que saber de qué música hablamos. Hay melodías que se escriben en una partitura y, luego, se interpretan, y otras que son absolutamente improvisadas, que se crean en el momento. También existen los matices: el jazz, por ejemplo, está a medio camino. De ahí que la noción de originalidad sea diferente según el tipo de música. Por ejemplo, de uno de los discos más famosos de la historia del jazz, A love supreme de John Coltrane, se ha publicado hace dos o tres meses una toma inédita [A Love Supreme: Live in Seattle, 2021] con veinte o veinticinco minutos más que la versión que todos conocíamos… ¿La calificamos, pues, de simple copia o estamos hablando de otra creación distinta? Es un problema casi sofístico: cuál es la versión original de la Séptima de Beethoven… ¿La partitura? ¿La primera vez que se interpretó…?

–¿Existe la buena y la mala música?

–Créame si le digo que existen muchas malas músicas. También muchas buenas músicas. Pero de nada sirve establecer una jerarquía entre géneros musicales como no tendría hacerlo entre Hergé y Proust. ¿Qué sentido tiene comparar a Beethoven con The Beatles? No hay criterios generales para definir qué es la buena música, pero sí se pueden encontrar para definir qué es un buen grupo de rock, un cantaor flamenco o un sinfonista. Por ejemplo, ¿en qué grado fieles a las emociones propias de su género?, ¿a qué nivel te dan esas emociones…?

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–¿Podemos discernir qué hace que una música sea universal?

–Tengo un criterio muy simple, casi numérico: cuántas veces puedo escuchar una música sin aburrirme. Quiero cada vez que la escuche, descubrir algo nuevo dentro de ella, que se dispare el placer con cada nueva audición. A veces también sucede que has oído tanto una melodía que la oyes con tu memoria, no con tu percepción, con tus sentidos. Mi remedio, en estos casos, es dejarla descansar -un año, dos, cinco años…-, y descubrirla de nuevo pasado ese tiempo.

–¿Existe una música para cada edad?

–En mi opinión, existe una música para cada momento del día. Bach, por la mañana; algo de jazz, por la tarde, y el flamenco, para la madrugada. Hay una música para todas las horas del día; hay una música para todos los días.