Manolo García y Quimi Portet

Manolo García y Quimi Portet

Músicas

El Último de la Fila, duende y ‘rauxa’

Los discos de Quimi Portet y Manolo García, entre la experimentación y el ‘mainstream’ de los años 80 y 90, continúan vivos dos décadas después de su separación

6 enero, 2022 00:00

En su exhaustivo documental Get Back, Peter Jackson da buena cuenta –son siete horas de furor entomológico y montaje catedralicio– de las sesiones de creación y desguace del que sería último (Let it be) y penúltimo disco (Abbey Road) de The Beatles. Algunos críticos han fenecido ante el elefantiásico tamaño de la propuesta del director neozelandés, argumentando el sopor o la intranscendencia de observar en alta definición y velocidad superlenta –es un decir– el laboratorio de creatividad de los Fab Four

Se equivocan, claro, pero es verdad que la serie demanda una inversión de tiempo y atención poco habitual en estos días de atracones folletinescos y capítulos olvidables. Pero, para melómanos sin problemas de déficit de atención y espectadores relajados, la serie procura momentos que resultan excepcionales, a saber: la simpatía barrial de John Lennon, la sensación de calidez cuando se juntan las familias de todos, la ambición autoconsciente de Paul McCartney o el tricotar de Yoko Ono. Uno de nuestros favoritos, tal vez el más impactante, aparece cuando –tras la tormenta de deserciones y mal rollo– Lennon y McCartney se colocan de pie uno frente al otro, bajo y guitarra y se retan para llevar las canciones a un punto al que nadie había entonces llegado. El resto del universo palidece ante tamaño espectáculo. 

Manolo García y Quimi Portet en los años ochenta

Manolo García y Quimi Portet en los años ochenta

Cuando Manolo García comentó la disolución definitiva de El Último de la Fila (1984-1998) –después de siete discos vivísimos y originales al lado de Quimi Portet– declaró que estaba triste, pero que tampoco pasaba nada, porque ellos no eran The Beatles. No estamos de acuerdo. O no del todo. Nos rebelamos ante su humilde vaticinio. El Último de la Fila sigue representando la unión ideal entre arte y comercio, carrera y sensibilidad. Sus temas siguen formando parte del inconsciente colectivo de nuestro cancionero treinta años después de su alumbramiento y, pese a su nula exposición en publicidad o programas de entretenimiento, son elegidos por bandas jóvenes, de toda calaña y condición, desde lo arty a lo más comercial, como referencia y guía. Algunas de las expresiones de sus temas han trascendido el género musical para calar en el lenguaje popular. Sus cedés y vinilos –ese aparente anacronismo– siguen vendiéndose. Ambos se niegan a doblegar la cerviz ante Spotify, dios todopoderoso y despótico. 

Quimi y Manolo, Manolo y Quimi, representan todavía la dupla más complementaria del pop español, la pareja de compositores dominante entre finales de los 80 y mediados de los 90. Lo más parecido que tenemos –sorry, Manolo— a Lennon y McCartney. Una rara avis bicéfala, una feliz reunión con la dosis exacta de barrio y beatus ille, de rock layetano y flamenquito, de rauxa y duende, lo mejor de cada casa. Su éxito se explica por su condición mestiza, abierta y generosa, nada cínica. Dos sensibilidades artísticas complementarias y originalísimas. 

Manolo García era un charnego del barrio del Poble Nou con el corazón partido entre los campos del abuelo –a los que acudía en aquellos veranos larguísimos del pasado, las vacaciones de los niños iban desde julio a octubre– en la provincia de Albacete y las chimeneas de la Barcelona postindustrial. Lanzador de tirachinas y personaje de Paco Candel o, mejor, de Javier Pérez Andújar. Heredero, vía oral, de toda la tradición de rumba canalla –la catalana empezó a escucharla después– y la copla tradicional sintonizada en una radio a pilas. Lector de la poesía del Siglo de Oro y de los cómics de Bruguera

Quimi Portet, en cambio, era la otra cara de la moneda, su anverso de vanguardia catalana, también barcelonés del barrio del Guinardó, pero nacido y con raíces familiares en Vic –no se pierdan el documental Liverpool català: boira, sants i rock & roll (TV3)–, dueño de un universo ácrata y libérrimo de la estirpe de esos geniales como Salvador Dalí o Francesc Pujols. Independentista de piedra picada y excelente letrista en español. Fan de la música negra, vía materna, y atento escuchador de las últimas tendencias roqueras del planeta desde la más tierna infancia. 

Ninguno de los dos disponía de padrinos, dinero, perspectivas o influencias. A cambio, tenían todos los sueños del mundo. Combinaban trabajos precarios desde la primera adolescencia con su vocación musical. Tenían taberna y descampado industrial. Calle y biblioteca pública. Pero durante muchos años, como los detectives salvajes de Roberto Bolaño, parecían condenados a formar parte de la bohemia marginal de la ciudad. Músicos de fin de semana talentosos y desconocidos. Acaso un par de discos grabados con diferentes nombres en las cajas llenas de polvo de Els Encants. Y, sin embargo, a golpe de genio y perseverancia, ya con los treinta cumplidos, alcanzan el éxito tremebundo. Ambos parecían plantas de exterior trasplantadas en una maceta de ciudad que, pese a añorar el bosque, inexplicablemente, reaccionan al nuevo clima y crecen por encima de lo esperado y consiguen arraigar en una explosión, como esas flores raras que crecen en las aceras. 

No está de más reconocer que la reunión de ambos mundos también podría haber acabado en tragedia. En un potaje incomible, en una mayonesa cortada. Portet, en una excelente entrevista de Kiko Amat publicada en Jot Down, reconoce que ambos debieron vencer parte de sus prejuicios para llegar a la música en común. Siempre desde el respeto, sin ninguna línea roja o cortapisa, asimilando nuevas perspectivas vitales. Para Portet la inclinación por la música española de raíz folclórica de Manolo le sonaba a puro franquismo y tuvo que adoptar un universo de referencias ajenas para componer a gusto de su compañero. Algo parecido debía pasarle a García con algunas de las astracanadas musicales que sonaban en las composiciones primigenias de Portet

Y pese a tenerlo casi todo en contra, disco a disco, concierto a concierto, año a año, consiguen hacer de El Último el más mainstream de todos los grupos underground. El más vanguardista de los grupos comerciales. Su gran valor es haber convertido un aparente mejunje –la suma y colisión de los elementos de cada uno de ellos– en un brebaje multivitamínico, una pócima mágica que no deja de funcionar. La vanguardia y la pachanga, la verbena y el estudio. En esa mezcla, aparentemente imposible, finalmente deliciosa, construyen su identidad original. Y, pese al trabajo y al oficio el éxito al principio no llega. Se cambian de nombre, pasan de Los Burros –el favorito de Portet, que quería que en la portada aparecieran vestidos de intelectuales a la francesa, con pipas y boinas– a El Último de la Fila y graban Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana, un disco importante, mal grabado, hecho de rapidez y amor. 

Allí está ya el germen de toda su carrera posterior. La espita por fin está abierta. El agua no parará de manar en una carrera donde no sobra ni falta nada. Después llegarán otros discos, como  Enemigos de lo ajeno –para algunos su mejor trabajo, donde la música se vuelve más sofisticada, como si las letras y las melodías fueran un collage vanguardista llenas de hondura y personalidad elegido mejor disco del año por la revista Rockdelux y lleno de temas eternos como Insurrección o Aviones Plateados; o la belleza morisca y sencilla –parece que se les hizo corto el tiempo en el estudio y por eso posee esa ligereza instrumental tan acertada– de Como la cabeza al sombrero; la alegre vanguardia experimental de Nuevo pequeño catálogo de seres y estares o la madurez esteticista de Astronomía razonable, pero el brebaje funciona desde el inicio

La mezcla de estilos era la fórmula magistral. Dan con un universo carpetovetónico de nueva escuela, las sopas de sobre, las jaulas de pájaros y el desamor comparten espacio con lo surrealista, el jazz y el ecologismo. Se canta a la vida nómada, al amor libre y a la naturaleza. Manolo carga su voz de melismas, se atreve a sonar moruno y flamenco a la vez que rock. Son eremitas de Buñuel y rock an roll stars. Entre sus influencias están Los Brincos, Los Módulos, Triana y a The Rolling Stones, The Clash, Peret, The Smiths, Gato Pérez, The Cure o Concha Piquer. 

En estos días de falsas contradicciones, donde lo popular sería enemigo de lo moderno o rompedor, El Último logró la cuadratura del círculo. Al tratar de releer su historia echamos de menos bibliografía sobre su trayectoria. Apenas una inencontrable biografía del periodista Toni Coromina, que se cotiza a precio de oro en las librerías digitales de segunda mano, y documentos periodísticos. Algo tendrá que ver la vocación de fantasmas de García y Portet con su vida privada. Nos corroe la envidia al observar la veneración, el cuidado y los medios materiales con el que tratan a sus héroes musicales la industria anglosajona y el desdén y descuido con los que los tratamos aquí. 

Mientras otros grupos preponderantes en los 80 o los 90 se desmoronan en lujos superfluos, negacionismo covidiano, anuncios de bancos o insulsez artística, Manolo y Quimi siguen fieles a su credo de pieles rojas. Una de las causas de la disolución fue las ganas de Portet de crear una obra en catalán. Después de ocho discos en solitario, lo ha conseguido. Es un autor respetado y un referente para los nuevos músicos. Tampoco le ha ido mal a García, que sigue realizando discos con ingenio y apetito ecléctico. Una vez cumplidos los 60 años, ninguno de los dos se ha convertido en un músico amortizado, de revival, manejan bien el tesoro en común de sus hits pretéritos. 

Pero debemos reconocer que –como sucede con Lennon y McCartney– , pese a que la obra de ambos en solitario sigue siendo atractiva, la fuerza de sus propuestas individuales no llega a las cotas de su trabajo a cuatro manos. Los bellos discos líricos de Manolo García añoran el universo galáctico –tan deudor de Sisa y Pau Riba– de Quimi Portet y las divertidas marcianadas de Quimi Portet en solitario –que se ha convertido en un referente para la música pop cantada en catalán– echan de menos la profunda sentimentalidad de García. Oh, tempora, oh mores.