Loquillo, el último clásico
El rockero de Clot, cuyos comienzos forman parte de la Barcelona industrial, secreta y preolímpica, ha sobrevivido a todas las tendencias musicales hasta crear su estilo
6 agosto, 2021 00:10De no haberse empeñado en convertirse en una estrella de rock, el joven José María Sanz hubiera tenido todos los números en la lotería para acabar siendo un personaje de novela de Marsé. De hecho, al principio, Loquillo era, sobre todo, una pose. Una estética. Una cierta manera de vestir y moverse por los arrabales de Barcelona. El soberbio tupé de pájaro carpintero coronando sus dos metros de cuero. El orgullo charnego y bilingüe. La conciencia de clase y la chulería suburbial entendida como una de las bellas artes. Ese instinto indómito le llevó a frecuentar ciertos cabarets del final de Las Ramblas, ciertas compañías no del todo recomendables. La certidumbre de ser uno de los hijos de los vencidos en la Guerra Civil no era una tara ni un desdoro. Más bien se trataba de una convicción: podía utilizarse toda esa rabia enraizada –los años de represión del padre anarquista, el clasismo imperante entre los vencedores– en su plan para conquistar una ciudad que finalmente sería suya.
El impacto de aquella imagen fue tal que los flashes de las cámaras llegaron antes que su propia carrera musical. El primer contrato fue anterior al primer disco. Justo después de comprobar su poderío icónico en un programa musical de televisión en el que trabajaba como figurante de playback una discográfica le echa el lazo. El problema es que el chico del Clot no dispone de canciones propias, pero sí derrocha desparpajo, ganas de trabajar e inmejorables compañeros de viaje.
Loquillo y sus acólitos –Los intocables– se estrenan con actitud, entusiasmo y contundencia. Arropados por unos jovencísimos Rebeldes y C-Pillos, entregan una colección urgente de versiones de clásicos rock y temas prestados. El disco se titula Los tiempos están cambiando. La elección dylanita sugiere heterodoxia y antisectarismo. Hay una voz todavía en formación, claro, mucha energía sin control y, por lo menos, dos canciones remarcables: Rock & roll star y Esto no es Hawai (¡Qué guai!).
Ahora bien, si a cualquier melómano de la época le hubiésemos preguntado por las condiciones objetivas de aquel chaval para convertirse en la mayor estrella del rock del país, sin duda nos hubiese respondido que eran escasas. Por no decir nulas. Apenas tocaba un instrumento, no tenía educación musical ni talento compositivo. Su voz era de todo menos afinada. Además, después de grabar el disco, debe marchar a servir por dos años a la marina. La historia, como tantas otras, bien podría haberse acabado aquí. Y, sin embargo, una mañana en alta mar alguien le dice al joven soldado que ha escuchado una de sus canciones como sintonía del programa de radio del intrépido Jesús Ordovás. A pesar de los dos años de secuestro, uno de sus antiguos compañeros de viaje, Sabino Méndez, le espera en el puerto junto a unos chavales reclutados en Vic, los famosos Trogloditas –invención de Quimi Portet–, que sorprenden tanto por su técnica en la ejecución como por su arrojo.
Loquillo –varado en una última larga e inesperada guardia antes de licenciarse–, de nuevo con su ciudad en el horizonte, se cura de la rabia escribiendo Barcelona Ciudad. Cuando la escucha, Sabino Méndez entiende que ahí reside no solo la semilla de un disco, sino toda una carrera. Y escribe una colección de canciones –que son también una suerte de cómic– con su amigo como protagonista de la epopeya. Canciones que son viñetas, dueñas de un imaginario propio y compartido: las series b y la mítica de la carretera, los fanzines, las mujeres y las lealtades pandilleras. Trallazos roqueros de una Barcelona industrial, secreta y preolímpica, como dibujada a carboncillo.
El ritmo del garaje o Cadillac Solitario se convierten en himnos oficiosos de una juventud con otros problemas generacionales, que encuentra ajenas las músicas de los cantautores del último franquismo. Ambas son prematuras obras de arte de tres minutos preñadas de una anacrónica –y sin embargo, creíble– melancolía juvenil que, vistas en perspectiva, ponen los pelos de punta. Lo que viene a continuación es la bildungsroman televisada del hijo del estibador y su E Street Band metidos a superhéroes de la Movida menos pudiente. La que, para entendernos, tenía más de futbolín de Vallecas que de colegio del Pilar, más de Parálisis Permanente que de Mecano.
En aquel éxito y en los discos que le siguen hasta el antológico directo superventas A por ellos que son pocos y cobardes, Sanz establece los cimientos por los que va a transitar su vida. El vampirismo artístico como gozoso modo compositivo, la apropiación de referentes pop, la inteligencia máxima para exprimir al personaje. En el estudio, el Loco crea un código moral: graba las canciones en el mismo orden en que aparecerán secuenciadas –con el concepto de álbum siempre presente– y nunca en más de tres tomas. En el rock, frescura y autenticidad puntúan más que técnica y cálculo.
A ciertas edades, el exceso del rock & roll way of life produce monstruos demasiado conocidos: politoxicomanía, proliferación de enfermedades de transmisión sexual y agudos ataques de ego que acaban con el binomio de oro y, más tarde, con medio equipo de Los Trogloditas. Entrados los 90 deja de sonar en las radios generalistas, su ortodoxia –la seriedad escénica, el cantar en castellano, las patillas– casa mal con la despeinada generación indie. El Loco no se libra del ostracismo mediático. La caricatura hater le retrata como un machirulo ridículo y pasado de moda, incapaz de cambiar el paso.
Pero la realidad demuestra que Loquillo sabía batirse el cobre. Se recicla en cantor de versos cuando la edad, las crecientes inquietudes personales y el instinto le llevan a probarse nuevos trajes. Junto a Gabriel Sopeña, viejo amigo y catedrático universitario –que conseguirá que Octavio Paz autorice una versión de su poema Central Park— tallará piezas a medida en sucesivos álbumes de poesía musicada: uno absolutamente redondo (La vida por delante), otro que aparecerá en la pequeña discográfica Picap, que no sabrá mover del todo –el descatalogado y reivindicable Con elegancia– y un tercero centrado en la poesía de Luis Alberto de Cuenca, con quien el Loco comparte el terror ante la corrección política, la fascinación pop, el rechazo a los sectarismos y una mirada más ilusionada en celebrar el pasado que en el futuro. El rey de las verbenas llena teatros: aforos más reducidos y canosos, pero fieles, acaso como reflejo del ídolo.
Al contrario que otros géneros musicales como el blues o el flamenco, el tópico rock establece una cierta dificultad para envejecer con dignidad sobre los escenarios. Da la sensación de que muchos autores se agotasen antes de acabar sus carreras. Sus obras completas se limitan a tres libros o cinco discos. La vida continúa y se despachan discos de compromiso. No es que ya no quieran trabajar, es que no les sale.Loquillo consigue romper esa ley y encarar así un tercer acto de madurez pletórica con álbumes como Balmoral y El último clásico. Discos donde quintaesencia lo mejor de sus influencias. Una justa medida de swing, rock, poesía y actitud. De berrido y susurro. Feliz reunión de lo forajido y lo culto. Se transforma en un crooner con glamour europeo. Un rockero leído. Country pendenciero, la chanson y la Nova Cançó. La estética –“feo, fuerte y formal”, como el epitafio de John Wayne– se convierte en una ética intransferible, capaz de alumbrar, a la vez, la máscara y el héroe.