El enigma de Nick Drake
La asombrosa obra del músico británico, que este junio habría cumplido 73 años, mantiene su etérea y virginal belleza: sigue sin sonar a nada compuesto antes o después
30 enero, 2021 00:10En el lluvioso verano de 1877, Henry James visitó la mansión campestre de Wenlock Abbey, en Shropshire, que ocupaba una parte del antiguo recinto de una abadía cluniacense en ruinas. En aquella mansión, por supuesto, había un fantasma: un fraile que se aparecía al final de un pasillo, siempre a última hora de la tarde, y que a veces era sorprendido por los criados (que esa noche no querían dormir en la mansión y se iban a escondidas al pueblo).
Henry James –que se inspiró en Wenlock Abbey para crear la mansión de Bly de Otra vuelta de tuerca– escribió que era consciente de la presencia del fraile cuando se iba a dormir y tenía que atravesar los pasillos desolados con una vela en la mano. Y en aquellos momentos, cruzando a solas los pasillos que daban a docenas de habitaciones vacías, James no sabía decir si aquella presencia podía considerarse un indicio de esperanza o más bien una muestra de temor. Al fin y al cabo, aquel fantasma era un signo de vida. El problema, claro, era la clase de vida que representaba.
Hoy en día, la dueña de Wenlock Abbey es Gabrielle Drake, la actriz y hermana de Nick Drake (y albacea de su patrimonio musical junto con Cally Callomon, de Bryter Music). Este año, en junio, Nick Drake habría cumplido 73 años. A veces me pregunto qué habría sido de Nick Drake si aquella madrugada de 1974 –cuando sólo tenía 26 años– no se hubiera tomado la dosis letal de Tryptizol que acabó con su vida. ¿
Habría seguido componiendo música? ¿Habría sacado algún álbum más? ¿O se habría retirado a vivir en algún lugar en el que nadie pudiera encontrarle, por ejemplo una abadía perdida en medio de la campiña inglesa como Wenlock Abbey? ¿Y no podría haber llegado a ser –anciano, barbudo, decrépito– una especie de fantasma que vagaba por los pasillos desiertos a última hora de la tarde? Y si algún visitante de su hermana, gente del cine y de la televisión, levantaba la cabeza desde el jardín, en una tarde de verano, ¿no podría ver una presencia fantasmal asomada a una ventana, en un torreón de la mansión, igual que había ocurrido con el fantasma de Peter Quint en Otra vuelta de tuerca.
De hecho, una de las fotos que conocemos de Nick Drake lo muestra como una silueta casi borrosa asomada a una ventana que da a un jardín lleno de malezas. Esa foto la tomó Keith Morris –el fotógrafo que se convirtió en el retratista casi oficial de Drake– en el patio trasero de una casa de Belsize Park, en junio de 1970. Esa casa, en la que Drake tenía una habitación en la planta baja, fue el único domicilio fijo que tuvo Drake a lo largo de su breve vida (se lo pagaba su descubridor y productor, el gran Joe Boyd).
De hecho, una de las fotos que conocemos de Nick Drake lo muestra como
Cuando se tomó esa foto, la vida de Nick Drake iba razonablemente bien. Estaba preparando su segundo disco, Bryter Layter –que aparecería en marzo de 1971–, y tenía la suficiente confianza en sí mismo como para transformarla en energía creativa. John y Beverly Martyn, sus amigos –si es que se puede hablar de amigos en la vida de Drake–, vivían en la misma calle, unas cuantas manzanas más abajo, y Drake iba a verlos con frecuencia para charlar y escuchar discos.
Es cierto que Drake hablaba muy poco y que se limitaba a tocar la guitarra y a mirar por la ventana, pero todo el mundo sabía que Nick era así. Y además, todo el mundo que había escuchado su primer disco, Fives Leaves Left (1969), se había quedado sorprendido –e incluso conmocionado– por la cualidad casi sobrenatural de su música, una música que no sonaba a nada que se hubiera compuesto antes, como si la etérea belleza de un soneto de John Keats se pudiera haber fundido con la seca aspereza de un blues de Robert Johnson.
A pesar de las muchas cosas que sabemos de Nick Drake –se han escrito dos biografías muy bien documentadas, además del ingente material biográfico reunido en Remembered For a While (Barnes&Noble) y de los innumerables documentales y ensayos que se le han dedicado–, hay muchísimos aspectos de la vida de Drake que siguen siendo un misterio. No se le conocen amoríos ni relaciones sentimentales de ningún tipo, y aunque tuvo varias amigas más o menos cercanas –Sophia Ryde, Linda Thompson, Françoise Hardy–, su relación fue puramente platónica y nunca tuvo un componente sexual.
Sophia Ryde rompió con él porque no podía soportar sus desapariciones ni su silencio ni su portentosa capacidad de aislarse del mundo exterior. Linda Pettifer Thompson, que acabaría casándose con Richard Thompson, se pasó horas y horas con Nick Drake en su apartamento, escuchando discos y bebiendo té, pero nunca llegó a tener una relación estrecha con quien consideraba “el más taciturno de los hombres”. Y Françoise Hardy se quedó asombrada cuando escuchó Fives Leaves Left, y después vio varias veces a Nick Drake en París, pero tampoco consiguió traspasar la coraza de silencio que envolvía a Drake.
En el otoño de 1974, cuando estaba sumido en la depresión, Drake se fue a pasar unas semanas a París con unos amigos que vivían en una barcaza amarrada en el Sena. Un día se presentó de improviso en casa de Françoise Hardy, quien se lo llevó a cenar al restaurante de la torre Eiffel porque una amiga suya, la cantante Véronique Sanson, actuaba aquella noche allí. Drake se pasó toda la cena sin abrir la boca, encerrado por completo en sí mismo, indiferente a todo lo que tenía a su alrededor. Miles de hombres –yo el primero– habríamos dado lo que fuera por cenar con Françoise Hardy (Dylan, que intentó seducirla en París, en 1966, se llevó un chasco morrocotudo), pero allí estaba Nick Drake, en lo alto de la torre Eiffel en una noche de otoño, sin poder abrir la boca frente a una de las mujeres más fascinantes que han pisado esta tierra.
Hay otro punto extraordinariamente misterioso en la vida de Nick Drake, y que además nos toca de cerca por proximidad geográfica: ¿llegó a pasar el verano de 1971 en la villa que el productor Chris Blackwell, de Island Records, tenía en Algeciras, o quizá en Sotogrande, o quizá en la Costa del Sol? En todas las biografías se da por hecho que Nick Drake compuso las canciones de Pink Moon –grabado en octubre de 1971 y distribuido en febrero de 1972– en esa villa que Chris Blackwell le había prestado para que se sacudiera el desamparo y la depresión. Incluso en la necrológica que publicó el crítico Nick Kent en 1975, pocos meses después de la muerte de Drake (en noviembre de 1974), se citaba “el viaje que hizo a España poco antes de componer los temas de Pink Moon”. Y en la biografía de Trevor Dann (Darker Than The Deeepest Sea) se dice que Drake, de camino a España, se paró en París a ver a Françoise Hardy, pero fue a su casa, llamó al timbre y salió huyendo antes de que abrieran la puerta. Joe Boyd, que por entonces vivía en EEUU, no sabe si esta historia de la visita a Hardy es real o una simple leyenda, como tantas otras que rodean la vida de Nick Drake.
El caso es que no hay ni un solo indicio fiable de que Nick Drake estuviera en la villa andaluza de Chris Blackwell. Llevo años investigando esta estancia y no he encontrado ni una sola prueba. Hace tiempo escribí a Callie Callomon, el albacea de su patrimonio musical, que es una de las personas que más sabe sobre Nick Drake –y que vive en un caserón campestre que tiene el nombre inglés del castillo tintiniano de Moulisart: Marlinspike Hall–, y Callomon me contestó que no sabía nada de esa estancia y que estaba muy interesado en conocer la verdad.
Callie me puso en contacto con la secretaria de Chris Blackwell, a quien le hice la misma consulta, pero llevo seis años sin recibir respuesta. Se lo consulté al músico Danny Thompson –antiguo contrabajista de Pentangle y uno de los excelentes músicos de sesión que solía tocar en los discos de Drake–, pero me contestó que no tenía ni idea. Quien quiera apreciar el maravilloso contrabajo de Danny Thompson debería escuchar Cello Song (1969), que es una de las mejores composiciones de Nick Drake.
En la investigación sobre la visita de Drake hice un último intento con el ingeniero de sonido John Wood, que grabó todos los discos de Drake en el estudio de Sound Techniques –en Chelsea–, pero Wood me respondió con un lacónico “No idea”. John Wood, por cierto, fue uno de los pocos testigos de la grabación del último álbum oficial de Drake, Pink Moon (1972), ya que un día de octubre, sin avisar a nadie, Drake se presentó en el estudio de grabación y le dijo a Wood que quería grabar un disco. El disco se grabó en dos únicas noches, casi sin repeticiones ni ensayos, con Nick Drake tocando la guitarra y cantando solo en un rincón del estudio.
El hermoso puente de piano de la canción Pink Moon –una de las cumbres musicales de Drake– se incluyó en un overdub posterior. En aquellas sesiones, el estado de Drake era calamitoso. No era capaz de pronunciar una sola palabra coherente y permanecía en un estadio de retraimiento que rozaba lo catatónico. Pero los costes de grabación de aquel disco –sólo costó 500 libras– fueron tan bajos que Chris Blackwell los pagó encantado. En cualquier caso, Pink Moon se vendió tan mal como se habían vendido Five Leaves Left y Bryter Layter. En total, los tres discos sólo llegaron a vender unas 15.000 copias en vida de Drake. Fueron cifras mucho peor que modestas y Drake –que era consciente del inmenso talento que poseía– empezó a sentir que el áspero mundo se había confabulado en su contra.
Después de Pink Moon, Drake sólo grabó cinco canciones más. Eso ocurrió en febrero de 1974 –el último año de su vida– cuando vivía con sus padres en Far Leys y en circunstancias cada vez más desesperadas: tenía las uñas demasiado largas y demasiado sucias, se equivocaba, perdía el compás y la voz casi no le salía del cuerpo. Pero al menos dos de esas últimas canciones –Black Eyed Dog y Hanging on a Star– están entre las más hermosas y desoladas y estremecedoras que se han compuesto nunca.
En Black Eyed Dog, donde la guitarra de Drake llega más lejos que nunca, es como si la muerte estuviera haciendo señas desde el fondo de un pasillo –igual que el espectro del fraile que Henry James había creído ver en Wenlock Abbey– y Nick Drake la estuviera mirando a los ojos y viera que esa presencia, o esa sombra, o ese vacío, o esa cosa innombrable, fuera el único lugar del mundo donde iba a encontrar un refugio. “Un perro de ojos negros llamó a mi puerta./ Un perro de ojos negros me pidió más./ Un perro de ojos negros sabía mi nombre./ Perro de ojos negros/ Perro de ojos negros/ Me estoy haciendo viejo y quiero irme a casa”.
Si sumamos los tres discos oficiales y el disco póstumo de descartes y grabaciones caseras (Time of No Reply, 1986), Drake sólo dejó unas dos horas y pico de música. Es poquísimo, sin duda, pero sería difícil encontrar una música que tenga una densidad comparable (y hablo de densidad como una cualidad física, lo mismo que podría hablar de la energía oscura de los astrofísicos). Hay algo indefinible en la música de Nick Drake, algo que se escapa a cualquier etiqueta o a cualquier definición, y que yo llamaría virginal si no fuera porque se trata de una palabra engañosa.
Pienso en Emily Brontë, o en Emily Dickinson –que apenas salieron de su casa y que no tuvieron ninguna relación sentimental conocida, pero que aun así compusieron poemas y crearon personajes de una fuerza sobrehumana–, y no veo otra forma de definir la música de Drake: virginal en el sentido que podrían tener los salvajes enamorados de Cumbres borrascosas o los teoremas poéticos de Emily Dickinson; virginal porque es una música que no parece contaminada por el mundo cuando al mismo tiempo está empapada de naturaleza y de belleza; virginal porque no aspira a nada, ni desea nada, ni necesita nada, y parece confinarse en sí misma como si todo lo que un ser humano tuviera que conocer estuviera contenido dentro de uno mismo.
En la música de Drake hay fuerza y fragilidad, hay miedo y hay esperanza, hay belleza y hay desolación. Y esa fórmula sólo la posee ese misterioso Nick Drake que murió de una sobredosis de antidepresivos cuando sólo tenía 26 años. Escuché la primera canción de Drake cuando tenía quince años, en un disco recopilatorio de Island Records que se llamaba El Pea y que traía un guisante en la cubierta. En ese álbum doble (hablo de tiempos vintage) había canciones de músicos que eran desconocidos para mí, como The Incredible String Band, Tir Na Nog, Amazing Blondel o Sandy Denny. Sin embargo, la canción que más me gustó llevaba el nombre de One of these things first y era de un cantante del que nunca había oído hablar: Drake.
Me sorprendió una voz susurrante, el sonido feérico (no encuentro otra palabra para definirlo) de una celesta –tocada por John Cale–, una batería tocada con la dulzura con que un tímido enamorado podría tocar por primera vez a la persona que amaba, y también el contrapunto de un piano que tenía un desangelado aire jazzístico (un piano preciso y a la vez travieso, como un escolar díscolo que se niega a seguir a los demás en una clase de gimnasia: ese piano también lo tocaba John Cale).
Todo eso estaba ahí, en esa canción. Y además descubrí estas palabras en inglés, que yo apenas entendía, pero que de alguna manera empezaron a perseguirme a todas partes: “I never felt magic crazy as this” (“Nunca sentí una magia que estuviera tan loca como esta”, aunque ese verso también podría traducirse por “Nunca sentí una magia que me volviera tan loco como esto que siento ahora”).
Y eso fue justo lo que pasó: nunca había sentido la magia de una forma tan insensata, tan inexplicable, como cuando escuchaba aquella canción. En un principio creí que la canción se llamaba One of these things first, pero había un error en los créditos del álbum, y tuvo que pasar tiempo hasta que descubrí que era la hermosísima, la imperecedera, la sobrenatural Northern sky. Me imagino que aquel error en el álbum recopilatorio debió de sentarle muy mal a Nick Drake, quien por aquella época ya empezaba a adentrarse en el camino sin retorno de la depresión y el desmoronamiento personal, su peculiar crack-up.