Janis y Jimi, heridas paralelas
Medio siglo después de las muertes gemelas de Joplin y Hendrix, su música sigue viva como símbolo de los mejores tiempos artísticos de la cultura del ‘rock and roll’
1 octubre, 2020 00:00Plutarco escribió en la Antigüedad algunas de las más sustanciosas y divertidas biografías de las que uno tiene recuerdo. En los múltiples tomos de sus Vidas paralelas se dedica a comparar figuras históricas griegas y romanas unidas por alguna similitud o relación. Pericles y Fabio Máximo, Teseo y Rómulo, cosas así. Defendía que a veces una broma, una anécdota o un momento insignificante nos pintan mejor a una personalidad ilustre, que las mayores proezas o las batallas más sangrientas. Su obra fue muy popular en el Renacimiento, cuando los humanistas buscaban modelos de héroes famosos y virtuosos en la antigüedad grecolatina, imbuidos por el nuevo antropocentrismo. Pensamos que de haber vivido en el siglo XX el bueno de Plutarco –siempre atento al rumbo de los tiempos y no ajeno a los brillos del famoseo de la época– no podría haber reprimido las ganas de espigar la vida y obra de Janis Joplin y Jimi Hendrix, par de estrellas fieramente humanas, hermosos objetos voladores no del todo identificados derribados en pleno vuelo, símbolos de la contracultura.
Mural callejero con los artistas del Club de los 27: Janis Joplin, Kurt Cobain, Jim Morrison, Jimi Hendrix y Amy Winehouse
En efecto, Janis y Jimi fueron compañeros de leyenda trágica, artistas irrepetibles y miembros fundadores del mítico y fatal Club de los 27, aquel morboso clan fúnebre integrado por rockeros muertos a la temprana edad de los veintisiete, a saber: Brian Jones, Amy Winehouse, Kurt Cobain o Jim Morrison. El tópico underground –y el abuso lisérgico– pareció llevarles a todos ellos a acabar la partida antes de lo previsto, dejando un cadáver más o menos hermoso y otra muesca en el tópico que dice que el exceso de sensibilidad produce la muerte prematura. Uno –ahora que la nieve de la cumbre empieza a cubrirnos las sienes– no puede dejar de pensar qué hubiera sido de sus carreras de haber sido un poco más cautos o cínicos. Si hubieran sabido resguardarse de la intemperie de la fama desbocada y sacarse de encima la ortodoxia hagiográfica del lado peligroso de la vida. Echar de menos esas futuras obras geniales, o mediocres, la posible deriva comercial o chalada, la claudicación ante la vida adulta –bienvenido, Bob–, todos convertidos en hermosos viejos cascarrabias. Nos sobran muertos divinos y nos faltan genios terrestres.
El caso es que el ámbar de su juventud interrumpida brilla con tal intensidad que no sabemos si su todavía leyenda se debe al influjo de su música o a los indudables atractivos de sus dones estéticos. Uno se teme que en el caso de Jimi y Janis, de Janis y Jimi, el problema es irresoluble. Resulta imposible separar sus canciones de su personalidad escénica. Lo más perdurable de su legado está irrenunciablemente unido a su desempeño feroz y visceral. Ambos abordaban la canción desde lo más profundo de sus respectivas heridas, nunca del todo cicatrizadas.
Jimi Hendrix, con su Fender Stratocaster para zurdos
Por culpa del racismo salvaje de la época, Hendrix tuvo que salir de Estados Unidos para escapar de un futuro mediocre como músico de acompañamiento y triunfar en Londres de la mano de Paul Mcartney, Eric Clapton y compañía, como años antes muchos jazzmen negros encontraron en París la gloria que Nueva York mezquinamente les escatimaba. Después de firmar un contrato discográfico a la manera del joven Lionel Messi, sobre una servilleta de bar, Hendrix se convierte en el mejor guitarrista de todos los tiempos según sus colegas de instrumento y llega a la consagración en el celebérrimo festival de Monterrey de 1967. Allí pasa a la posteridad ejecutando piezas clásicas a la nueva manera vudú, rizando el rizo de la sexualidad explícita, enseñando todos los trucos que había aprendido en los múltiples tugurios que se había pateado –tocar con los dientes o la lengua, por detrás de la espalda– y elevando la apuesta hasta fingir que fornicaba con su guitarra, la golpeaba contra los amplificadores para finalmente prenderle fuego ante la mirada atónita de sus espectadores, sacrificarla en la hoguerita rock más popular del mundo.
También Joplin padeció mucho por culpa del bullying salvaje del instituto texano al que acudía de adolescente. Entre otras lindezas, algunos la votaron como el hombre más feo de su promoción. Tampoco sus libérrimos malos modales eran tolerables para una mujer en aquella comunidad ni su declarada bisexualidad la mejor manera de ser aceptada. Se autoerigió el eslabón blanco de la cadena de superintérpretes como Aretha Franklin, Bessie Smith o la misma Aretha Franklin. Pareciera que allí, en la lucha titánica contra las circunstancias, le naciera una voz hiriente y suprema, casi por casualidad, sorprendiéndole a ella misma. Joplin hizo del aullido una de las bellas artes, inyectó fiereza punk a los clásicos del blues y del soul –no en vano fue expulsada del coro por no atender al pastor clerical de turno– y plasmó como nadie en sus canciones el llanto inconsolable del amor no correspondido y el deseo hiriente del sexo por necesidad. Suya es la célebre sentencia: “Hago el amor con 25.000 espectadores y después vuelvo sola al hotel”.
Janis fue una piel roja del blues, Jimi un taumaturgo eléctrico. Tal vez la bella ferocidad de sus músicas fuera la única manera de devolver las collejas, las ofensas y los empujones que recibieron de adolescentes. Tal vez la pena fue que la coraza se convirtió en jaula, que la máscara de la celebridad acabó por solidificarse en su rostro. Tras un tiempo de proezas, incapaces de vivir una vez descendían del escenario, hartos de que el público les pidiera insistentemente repetir una y otra vez sus hazañas –que con la repetición se les volvían simples trucos–, canibalizados por su propia leyenda, solo les quedara la opción del silencio.