Dylan & otras sangres
La nueva entrega de ‘The Bootleg Series’, basadas en las grabaciones acústicas de ‘Blood on the Tracks’, muestran a un Bob Dylan crudo, desgarrado, elegiaco y más sincero que nunca
30 noviembre, 2018 00:05Dar un paso al frente puede ser una tarea de siglos. Y crear una obra de arte requerir varios milenios. Hacen falta años luz para contemplar una constelación íntegra de estrellas y planetas. Los grandes misterios de la creación son hechos azarosos que, sin embargo, aparecen ante nuestros ojos como sucesos perfectos, naturales, indestructibles. Son como son. Y no pueden ser de otra manera. Bob Dylan es el resultado de una tradición poética --la vieja estirpe de la oralidad-- que arranca con Homero, sigue con Dante, continúa con Shakespeare, se extiende a Rimbaud y llega hasta nuestros días. Que le dieran el Nobel de Literatura, para escándalo de los poetas ortodoxos, esos ilustres a los que no lee (casi) nadie, viene a ser lo de menos. Dylan se convirtió en quien es --su identidad es una pregunta sin respuesta-- antes del galardón sueco.
Un poeta no lo es necesariamente porque lo digan los demás. Lo es porque no puede ser otra cosa distinta. En la última entrega del gran Zimmerman, el volumen 14 de sus The Bootlegs Series, la colección que reúne los inéditos, raros y extravagantes retazos de cada una de las edades sucesivas de su carrera, encontramos a un hombre abandonado lamiéndose las heridas. A un artista que duda. A un poeta que traslada en versos su pasado, su presente y su futuro, mezclando tiempos distintos en secuencias simultáneas.
Dylan y Sara, junto a uno de sus hijos, en su casa de Woodstock
Tradicionalmente se ha dicho que Blood on the Tracks, el excepcional disco que terminaría condensando esta constelación de grabaciones de archivo, es un relato en clave biográfica del divorcio con Sara Lownds, su primera esposa, aquella chica del Playboy que en 1964 ya ocupaba los tiempos muertos de Dylan entre Joan Baez --la Johanna del Blonde on Blonde-- y Edie Sedgwick, la efímera musa warholiana de Just like a Woman. Todo son conjeturas, por supuesto: la obra de Dylan se basa precisamente en los sentidos múltiples de las cosas, en la arquitectura de la ambigüedad, en el poder de la sugerencia. Hay sin embargo algunas certezas: Jakob, uno de sus hijos, confesó en alguna ocasión que las letras de las canciones de este disco reflejan las conversaciones de sus padres en la época de su ruptura.
Dylan, como es norma de la casa, lo desmintió alegando que se había basado en algunos relatos cortos de Chéjov. En realidad, ambas teorías no son contradictorias, sino complementarias. Un hombre de 33 años con familia numerosa, pero que se dedica al rock, puede vivir un calvario personal si su proyecto vital salta por los aires. Igual que los protagonistas de La estepa, uno de los grandes cuentos del escritor ruso, cuyo arranque --“Temprano por la mañana…”-- casa con el primer verso de Tangled up in blue, donde un narrador que no es Dylan, pero podría serlo, nos dice que el sol brilla y alguien está tumbado en una cama pensando si ella ha cambiado y preguntándose si su cabello seguirá siendo rojo. Sara era una perfecta morena. ¿Hablaba Dylan de su esposa? ¿De una amante? Una canción es una forma de ficción: cuenta una verdad subjetiva gracias a las mentiras.
En realidad, la respuesta no importa: la maravilla de More Bloods, More Tracks, que así se llama la última arca de la alianza, es que nos abre las puertas de un Dylan humano, demasiado humano, que se confiesa escondiéndose, por el procedimiento de mostrarse entero, en crudo, absolutamente sincero. Las sesiones de grabación de Blood on the Tracks duraron seis días. Y fueron el asombroso resultado de un fracaso: Dylan tenía pensado grabarlas con Mike Bloomfield, el guitarrista que asesinó al folk durante su conversión eléctrica, pero no encontró la comprensión requerida por parte del músico de blues, que le pedía que le dejara aprenderse las canciones una a una y, sobre todo, que las dotara de unas mínimas estructuras reconocibles. No hubo acuerdo, ni disco.
Las libretas de 19 centavos donde Dylan escribió las letras de Blood on the Tracks
Dylan había empezado a componer esta serie de largas letanías en verso en una granja cerca del río Crow, donde se había habilitado un estudio particular de pintura –en aquella época recibía clases de creación plástica– a la manera de los pintores franceses, pero bajo el cielo horizontal de Minnesotta. Un refugio cercano a su lugar de origen donde eligió cobijarse tras el quinario que supuso su Xanadú en Malibú, aquella casa de ensueño con una cúpula de cebolla, a la eslava, que se hizo en Point Dume (California) tras dejar Woodstock. Mientras construía este hogar familiar, su matrimonio hacía aguas. También su carrera: había abandonado Columbia, su sello de siempre, por Asylum, para la que hizo dos discos oscuros --Before the Flood y Planet Waves-- con una discretísima relevancia comercial. Había vuelto a fumar, bebía en exceso --botellas de Mounton Cadet, sustituto del burdeos de Just Like Tom Thumb's Blues-- y pasaba temporadas en Francia con David Oppenheim, el pintor que terminaría ilustrando el disco, sometiéndose a una estricta dieta de bacanales y desenfreno discreto.
Portada de Blood on the Tracks
Todos los signos indicaban que se encontraba atormentado. Su vida personal se había ido al garete nada más volver a la carretera y la mujer zen con la que se casó había decidido no consentirle ni un desliz más. En estas circunstancias se metió en un estudio de Nueva York con su guitarra y su armónica, acompañado por unos músicos --a los que terminaría dando boleta-- y por Philip Ramone, un ingeniero de sonido. En cuatro días grabó diez canciones prácticamente desnudas --reunidas en The New York Sessions, una de sus más celebérrimas grabaciones piratas, donde sólo le acompaña un bajo-- cuyas letras conservaba en los cuadernos de espirales --a 19 centavos la unidad-- donde anotaba todas sus cosas, hacía dibujos y escribía ideas.
La imagen de Dylan (en un concierto) a partir de la cual se hizo la ilustración del disco
El verismo de estas grabaciones es extraordinario: Dylan canta sin arreglos, desnudo, se oyen hasta los botones de su chaqueta chocando con la caja de la guitarra y, sobre esta austera orquesta compuesta por un solo hombre, emerge la voz del bardo: “Fue en otro tiempo,/ un tiempo de fatigas y sangre/cuando la negrura era virtud y la carretera /estaba llena de barro”. El músico no quedó satisfecho con el resultado de las tomas, inmortalizado en un acetato mítico, y dos meses después, en diciembre de 1974, volvió a grabar cinco de los temas en dos días con músicos anónimos de Minnesotta en los Sound 80 Studios.
El disco, cuya gestación relatan Andy Gill y Kevin Onegrad en A Simple Twist of Fate (Da Cappo Press), terminó siendo la mezcla de todo este material. Se convirtió en una de sus obras capitales. Un milagro si tenemos en cuenta que Dylan no hablaba directamente con los músicos --lo hacía a través de su hermano-- ni les mostraba nunca previamente las canciones enteras. Simplemente los reunía en el centro del estudio, donde acudía con sus hijos pero sin su mujer, se pedía un café en una máquina automática y les enseñaba algunos compases, los suficientes para empezar a grabar sin que supieran el relato íntegro de cada tema. Los músicos debían seguirlo --improvisando sobre la marcha-- sin pulir errores.
El disco, cuya gestación relatan Andy Gill y Kevin Onegrad en
Dylan, un beatnik convencido, buscaba la ráfaga, el instante, el momento irrepetible del descubrimiento primero. No importaban los fallos. Los ensayos rara vez se culminaban y las distintas grabaciones --incluidas en la edición deluxe de More Blood, More Tracks-- se dejaban tal y como salían. La vida cierta atrapada en los surcos negros del vinilo. Dylan cambiaba la clave de las canciones de forma constante, modificaba el tempo y alteraba las letras. “Nunca usó la cejilla de la guitarra, los cambios los acometía sobre la marcha”, contaron asombrados los músicos de aquella sesión.
El album fue un acontecimiento: el Dylan desnudo, que ahora resucita desde los archivos del tiempo, cantaba sobre el abandono, derramaba su ira contra su mujer en Idiot Wind, una canción prodigiosa donde vemos al hombre gritar su desesperación como un ogro, señor del humor negro, oímos algunos blues pantanosos y vemos a un poeta descomponer, igual que los pintores de la primera modernidad toda la herencia recibida de sus antecesores para, con los restos del naufragio, construir un nuevo lenguaje: “toda la gente que solíamos tratar/ahora me parece una ilusión/unos son matemáticos/otras son mujeres de carpinteros/no sé cómo empezó todo esto/no sé qué están haciendo con sus vidas/ pero yo, yo todavía estoy en la carretera/dirigiéndome a otro cruce”.
El album fue un acontecimiento: el Dylan desnudo, que ahora resucita desde los archivos del tiempo, cantaba sobre el abandono, derramaba su ira contra su mujer en