Giacomo Puccini: el genio en Torre de Lago

Giacomo Puccini: el genio en Torre de Lago FARRUQO

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Giacomo Puccini: el genio en Torre de Lago

El compositor italiano, autor de óperas como La Bohème, Tosca o Turandot, de cuya muerte en Bruselas se cumple este otoño el primer centenario, fue un músico de poder dramático y mórbido lirismo que renovó el bel canto

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Cuando Flabia Tosca pone un pie en el escenario –“Mi cadea fra le braccia..."– al respetable, predispuesto ante Puccini, se le humedece el lagrimal. Los trayectos de la ópera coinciden siempre, en secreto, con las búsquedas iniciáticas que ponen en juego la creatividad del arte. En pleno Risorgimento, la regeneración moral de Italia es más urgente que la unificación política de Garibaldi. Y en esta regeneración se enclava la figura de Giacomo Puccini, indiscutible, pero alejado del compromiso; no se considera un admirador de Verdi ni de Manzoni, sino más bien un músico entregado a la causa de la lírica ribeteada de mundanidad. 

El compositor rompe referencias en el núcleo ritual de una patria hecha de conjuros y promesas. Su arte solo sobrevive cuando es capaz de obviar sus apéndices gregarios. Su madre le enseña piano antes de pisar los conservatorios; le muestra la nota, no la bandera. Y quizá siguiendo este comienzo llega al estreno de Manon Lescaut, primero, y de Madama Butterfly, años después, sin haberse encastillado en la fortaleza identitaria. En este otoño climáticamente frágil de 2024, celebramos el primer centenario de su muerte sin despegarnos de melodías como 'Che gelida manina' de La Bohème, o  'Nessun dorma', de Turandot, piezas emancipadas de los escenarios y reimplantadas hoy en la cultura de masas.  

Giacomo Puccini

Giacomo Puccini

Nacido en Lucca, en 1858, y fallecido en Bruselas en 1924, Puccini se niega a ser el sello cultural de una tierra común; no acepta convertirse en la fusión de las escuelas romana, veneciana, lombarda, boloñesa o napolitana. Evita el resumen, odia la metáfora político-cultural; es hijo de la Toscana, un dandi broncíneo con tocado de ala corta, un eterno paseante bajo alces y chopos, un enorme compositor, pero también un hijo dilecto de Dante, Foscolo, Leopardi o Petrarca. Centrifuga su arte en Europa y en América; rechaza el eclecticismo y la épica. Es contrario al denominador común de las italias musicales y poéticas animadas por Gandolfi. No comparte. Ama el perfume de las flores, el gorjeo de los pájaros y las mil canciones que expresan el dolor y la alegría de las gentes. Es universal frente a lo local; le interesan los paisajes de Torre de Lago, su espacio de fertilidad cercano a Florencia y su residencia levantada en la misma orilla del Viareggio, en la que arde un día el cuerpo yacente de Shelley. 

Igual que Mozart, Puccini es el compositor de las voces femeninas y Mimí es su inspirada protagonista. El aria que abre La Bohême es una de sus mayores inspiraciones musicales. Tosca, su segunda gran referencia, destaca con acordes duros, dúos dramáticos y la presencia permanente de una atmósfera tensa. En ella, el malvado Scarpia, canta el famoso 'Te Deum', hasta el punto de la blasfemia: “Tosca, mi fai dimenticar...” ("Me haces olvidar a Dios"). En la misma obra, ante la inminente ejecución de Cavaradossi suena 'E lucevan le stelle', la canción más pucciniana, una pieza en la que los sentimientos se sumergen en los timbres acompañados de una hermosa melodía. Su prima dona, Floria Tosca, interpreta la íntima y sacrificial 'Vissi d’artep, cantada de rodillas en el Palacio Farnesio. Un conjunto sobrecogedor que sin embargo, a criterio del autor, no alcanza a la Butterfly de 'Un bel di vedremo', calificada por el propio Puccini como la irrupción de emociones por encima del resto de su obra. 

Libreto de 'Tosca'

Libreto de 'Tosca'

En ambos casos, Tosca y Butterfly, cobra importancia la transubstanciación de erotismo, siempre oculto sobres la escena operística, pero muy vivo en las conexiones sublimes. George Sand, señala que la espera es lo mejor del amor; y responde así a la repregunta: ¿Pero y después qué viene? “El recuerdo”. La reflexión de Sand encaja como un calcetín en la sublimación del sexo que se extiende como un sarampión por los teatros de Europa y que acaba provocando excesos detrás del telón.

Puccini siente la atmósfera de sus dramas como un elemento fundamental, no como un pretexto. Sin subirse a ningún Gólgota, sin sufrimiento aparente, su mundo escenográfico lo abarca todo. En 1918, seis años antes de su muerte encuentra sus raíces reales en el estreno Gianni Schicchi, una ópera tardía, nacida en un baúl de papel manuscrito, el palimpsesto de un sabio. Edmundo De Amicis -el autor de Cuore, el libro mas vendido en Italia al final del ochocientos- describe entonces al compositor como “un hombre erguido y robusto, uno de los pilares de la catedral de su Lucca natal”.  

Puccini es señalado por la intelectualidad de su tiempo como una síntesis de lo italiano. Ante el malestar que provoca la dependencia diplomática y militar de sus poderosos socios de la Triple Alianza, Italia no consigue superar la ocupación de Bonaparte al comienzo del ochocientos. Más adelante, en el último tercio del XIX, la nación transalpina busca la grandeza imperial del pasado, justamente lo que evita Puccini, cuando se siente prisionero del fin de siècle. En pocos años, se estrena el tiempo de la velocidad; con la estética futurista dando sus primeros pasos, Puccini se estrella con su automóvil y es mostrado en la prensa en una camilla, herido y de regreso a casa. 

Atraviesa el Atlántico para estrenar en Buenos Aires, México o Río de Janeiro; es percibido como un experto en el deporte de la vela y asiduo al yate Ricochet, según las publicaciones de Ricordi, su editor. En Genio e folía, el reportero Cesare Lambroso se olvida de la música y destaca que la creatividad de Puccini es puramente hereditaria. Mientras el compositor va subido en la ola dual del éxito y la novedad, Marinetti entroniza ya la corriente intelectual de la desmemoria.

Algunos críticos hablan de la sinceridad orientalista del músico y de la japonaiserie desordenada de Madama Butterfly. Quieren demoler su culteranismo y su insípido internacionalismo. Denuncian el ambiente parisino de Boheme, el toque romano de Tosca y el franco-americano de Manon. Puccini ha dejado de ser italiano y se refugia en el constructo imaginario de países lejanos, como resume Alexandra Wilson en su libro recién publicado, El problema Puccini; ópera, nacionalismo y modernidad (Acantilado). 

'El problema Puccini'

'El problema Puccini' ACANTILADO

La intacta memoria de su público es el mejor homenaje a un compositor que llena la última parte del XIX y el primer tercio del XX y cuya relación con medio mundo se mantiene hoy intacta. Le acompaña siempre la división de opiniones y le persigue su conversión no deseada en faro del nacionalismo italiano, para el que está virtualmente dotado de una atractividad superior a la de Verdi, pero ocupando  un peldaño inferior en el terreno de la épica. 

Se ha dicho con razón que los compositores mitificados no expresan al final lo que se espera de ellos. El Falstaff verdiano, más contestatario que Turandot, desconcertó a quienes esperaban una obra de reivindicación nacional. Pero ambos, Verdi y Puccini, son más ambiguos. Sus óperas y su estética pertenecen a una modernidad que no se siente concernida en los parámetros de la Italia tradicional.  

Nacido para la composición, Puccini intercala la voz humana y la nota en los pinceles de las vanguardias; admira a contemporáneos en sentido amplio como Matisse o Picasso. Sus melodías entreveran las imágenes en el celuloide de los maestros del blanco y negro y del suspense, como el primer Hitchcock o Billy Wilder. Paradójicamente, su viaje de regreso al pasado, en busca de intensidad dramática, le conduce al corazón del arte contemporáneo, a través del expresionismo verista. Su manejo del tiempo se muestra en  la sustitución de textos por pasajes musicales sin voz. Los trucos de su lírica sirven de inspiración a cineastas como Cukor o Mamoulian, quienes, en momentos significativos de sus películas, muestran planos externos al guion acompañados de fragmentos melódicos inspirados en el músico toscano. 

Puccini es, además de un gran músico, el maestro de ceremonias entre los grandes de su tiempo. Una tarde del 16 de mayo de 1906, Richard Strauss, desde el podio, da entrada a la soprano Marie Wittich, que canta Salomé: “Dicen que el amor tiene un sabor amargo....yo he besado tu boca, Jokanaán”. Herodes llega a lo alto de la escalera y exclama: “¡Matad a esa mujer!”. Cae el telón. Pero nadie aplaude y transcurren varios minutos en los que los mil doscientos espectadores del Teatro Estatal de Graz (Austria) se mantienen en silencio. Strauss se da la vuelta y mira a la platea. De repente, Puccini se levanta y grita tres bravos; ¡es la señal!; todo el mundo se pone en pie y aplaude a rabiar en medio de un torrente de lágrimas. Algunos se persignan para exorcizar la obscena muerte de Juan Bautista. Schönberg permanece sentado y casi a su lado, Gustav Mahler, el mejor director de orquesta de su tiempo y autor de sinfonías mágicas, se castiga a sí mismo por no haber escrito ninguna ópera. Así lo cuenta Tomas Marco en Historia de la ópera, de la tradición a más allá de la posmodernidad (Galaxia Gutenberg).

Cuando cae la noche sobre el llamado Anillo de Óperas de Graz, los reunidos alrededor de Strauss son conscientes de que la cita de Salomé ha congregado a los mejores músicos del siglo XX y que “la obra de arte total”, de la que habla Wagner, se ha hecho realidad. “La ópera no es una reliquia del pasado; es un mundo vivo en el que se reflejan los cambios culturales y sociales”, dice Marco, músico y escritor. 

'Historia de la ópera, de la tradición a más allá de la posmodernidad'

'Historia de la ópera, de la tradición a más allá de la posmodernidad' GALAXIA GUTENBERG

Puccini, el paseante de Torre de Lago, es el compositor cuyas obras reflejan los sobresaltos de su tiempo; es el músico de poder dramático y mórbido lirismo, reflejado en obras como El Tríptico o La Fanciulla del West. Sin proponérselo, narra la ópera a la manera singular de lo que pronto serán las novelas de Joyce; juega con los tiempos narrativos propio de autores de relatos, como Fitzgerald o Beckett. Compone una suerte de expresionismo verista, y, sin embargo, sus temas son antiguos, tradicionales respecto al juego amoroso, erótico y criminal de algunos de sus protagonistas. Digamos que no se mueve de la tradición operística, para imponer con su música una suerte de posmodernidad a juego con los guiones de su libretista, Giuseppe Giacosa.

Puccini acaba con los dramas de boulevard, liquida las sinfonías que dominaron la Europa del Sena, el Danubio y el Rin. Renueva el bel canto. Y hoy, transcurrido un siglo de su fallecimiento, se le rinde el mismo culto que alcanzó en los momentos de plenitud. A la hora del recuento, Puccini ha liquidado la tentación afrancesada que festonea Italia tras la muerte de Verdi. De un solo golpe, con Manon Lescaut, su primer éxito arrollador, destierra a Berliot, Bizet, Saint Saênz, Massenet, Hervé o Le Cocqe que llenan cada semana la Scala de Milán. Bajo los bosques mediterráneos del Mar Tirreno, Puccini combate la inferioridad racial italiana exacerbada por los eugenistas que diseñan los años venideros del Duce, partiendo de la herencia germánica de Herder. 

Hace milagros de futuro pensando en el pasado. Los críticos del simbólico Turandot se preguntan entonces si es mejor complacer el público de la clase media italiana o si el progreso artístico se impone como prioridad. Y todavía están en ello. Guido M.Gati escribe que Puccini es sobresaliente en materia de escenografía lírica, “pero carece de interés para la historia de la música”. Richard Specht llega más lejos: “Puccini ha sido un corruptor, la negación misma del artista”.

En este primer centenario, el paréntesis del llamado problema Puccini sigue abierto: ¿Qué es mejor, admirar su teatro o valorar su música? Una cosa y la otra son inseparables. Combate con las dos armas las tentaciones totalitarias del siglo pasado. Salva a la ópera, cuando la melodía está siendo destronada.