Markus Poschner y el bosque sinfónico de Anton Bruckner
Markus Poschner graba con la orquesta de Linz y la Sinfónica de la Radio de Viena el corpus integral del compositor austríaco a modo de celebración del bicentenario del compositor austríaco
“Uno se pregunta si el continuo esfuerzo por mejorar sus sinfonías, en otras palabras, el tan discutido problema de las versiones, no tiene que ver también con su trastorno obsesivo-compulsivo”. Constantine Floros, biógrafo y estudioso de Bruckner, trataba de explicarse así, en su canónico Anton Bruckner. Persönlichkeit und Werk (2004), la problemática fijación de la obra sinfónica del compositor austríaco, cuyo bicentenario se está celebrando este año en toda Europa con conciertos y nuevas grabaciones, entre las que destaca la integral que el joven director alemán Markus Poschner ha hecho con la orquesta de Linz y la Sinfónica de la Radio de Viena y que por primera vez incluye todo el corpus, desde la sinfonía de estudio en fa menor, un ejercicio de composición escrito en 1863, hasta la llamada Nullte y numerada 00 –y que en realidad es la tercera, escrita después de la primera– así como todas las versiones de la primera, la segunda, la tercera, la cuarta o la octava.
El resultado es una especie de bosque sinfónico, a ratos lisérgico, de horas y horas de búsqueda artística y espiritual. Uno nota cómo Bruckner va escribiendo, descartando, probando y afianzando su personal lenguaje, uno de los más fascinantes y enigmáticos del repertorio tardoromántico. Para algunos, Bruckner es el precursor de Mahler y las vanguardias, para otros, el último depositario de una forma sagrada de entender y cultivar la música. Probablemente todos tienen razón. En la novena, su última e inacabada sinfonía (para siempre inacabada, por favor, los intentos de completarla han sido catastróficos. Nada puede sustituir a ese maravilloso final del tercer movimiento que parece abrir las puertas del infinito), la tonalidad está a punto de derrumbarse, de ahí que fuera la favorita de un director tan mahleriano y tan poco bruckneriano como Leonard Bernstein. Pero también es verdad lo que suele decir Daniel Barenboim, responsable de dos buenas integrales –mejor la de Chicago–, con respecto a la dimensión medieval, austera y desolada de Bruckner.
La extraña personalidad de este compositor, organista y profesor, una especie de monje célibe obsesionado con las jóvenes, a las que proponía matrimonio de forma repentina y absurda, beato, necrófilo y aquejado de aritmomanía, un trastorno que le obligaba a contar todos los pasos que daba o las ventanas que veía, a menudo ha distraído la atención del verdadero alcance de su obra. Como demuestra Floros en su estudio, Bruckner no era ni de lejos el ignorante que tantas veces se ha querido caricaturizar. Incluso Mahler, que fue alumno suyo, llegó a calificarlo de “medio genio, medio idiota” (halb Genie, halb Trottel). Ocurre tan solo que su cultura era en todos los aspectos premoderna. Asiduo lector de la Biblia y de teología, nunca se interesó por los debates filosóficos de su época, a diferencia de su adorado maestro Richard Wagner.
Su incapacidad para llevar una vida convencional le fue alejando de la problemática humana más común para encerrarlo en una dimensión religiosa que a su vez trascendió los límites de su credo católico. En ese sentido, se puede decir que Bruckner desmonta la subjetividad romántica con su mismo lenguaje. Si bien la sonoridad recuerda poderosamente a Beethoven, Schubert y Wagner, a medida que su obra crece y se perfecciona, se advierte una especie de vaciamiento de todos los signos de identidad románticos, como si su oído, al acercarse el siglo XX, fuera retrocediendo hasta Bach y la polifonía renacentista, alcanzando al mismo tiempo la puerta de las vanguardias.
Esta magna integral de Poschner sirve, entre otras muchas cosas, para darse cuenta de cómo Bruckner sabotea el relato, la imposición de sentido, para entendernos, que caracteriza por ejemplo a la música de Beethoven. No hay, habitualmente, un principio y un final clásicos en sus sinfonías, que en cambio aparecen y desaparecen como si la masa sonora siempre hubiera estado ahí. Sus apoteósicas codas conclusivas suelen preparar el oído para algo que nada tiene que ver con la extinción que oímos en los finales de Mahler, un compositor muy apegado a lo terrestre y a la temporalidad característica del mundo moderno. En Bruckner, en cambio, como decía Celibidache, acaso su mejor intérprete, el tiempo empieza después. Sus sinfonías suelen terminar con una especie de celebración que canta el cese del movimiento y que anuncia el principio de una nueva luz. Y lo extraordinario es que, más allá de cualquier creencia, la experiencia es en ese sentido verdadera.
Poschner es un director alemán pero con influencia inglesa –fue asistente de Sir Roger Norrington y de Sir Colin Davis–, algo que confiere a sus interpretaciones cierta matter-of-factness, una precisión que subraya sobre todo la dimensión sinfónica, obviando el componente más trascendental que había destacado la tradición que va de Fürtwangler a Eugen Jochum o Celibidache, directores que también tuvieron en cuenta los antecedentes corales de Bruckner, autor de importantes misas y motetes. El resultado es a menudo brillante, persuasivo, gracias al dominio de las dinámicas y a un gran sentido del ritmo y de la melodía. Escuchar por ejemplo las cuatro versiones seguidas de la cuarta descubre aspectos y detalles pocas veces advertidos en esa sinfonía maestra. Igualmente felices son las ejecuciones de la quinta –magnífica– la sexta, la octava y la novena.
La tercera, en cambio, no cabe sino calificarla de fallida. Tras el desastroso estreno en 1877, Bruckner, que había dedicado la sinfonía a Wagner, se pasó la vida rehaciendo la partitura hasta 1889, cuando concluyó una versión más breve y austera. Para algunos críticos, sin embargo, la de 1877 sigue siendo la mejor. Poschner arruina la delicada textura del primer movimiento en todas las versiones aplicando un tempo demasiado rápido, como si estuviera dirigiendo a Beethoven. Bastante mejor suena el inolvidable tema inicial del adagio, pero el conjunto se resiente de falta de coherencia y comprensión. Aquí, además de las interpretaciones canónicas de Jochum y Celibidache, destaca, en comparación, la de Bernard Haitnik con la Royal Concertgebouw.
Tampoco la séptima es tan contundente como la octava o la novena, sobre todo por culpa de un finale demasiado acelerado que arruina la grandiosidad del movimiento, aunque el adagio –el planto por la muerte de Wagner– es muy bello y conmovedor precisamente por su contenido aliento. Pero más allá de cuestiones de detalle, no podemos sino celebrar que un director nacido en 1971 haya sido capaz de llevar a cabo esta tarea titánica. Su lectura es sin duda la mejor de su generación y constituye una oportunidad para seguir pensando a Bruckner, un compositor que, dos siglos después de su nacimiento, parece más vivo que alguno de sus maestros.